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Lagarto Pensando en alto

Las azoteas de Madrid y sus inexistentes gatos maullando a la luna llena

Hace más de mes y medio me mudé a Madrid. Es algo que la mayoría de vosotros ya sabía, como siempre queda algún despistado que hace bien en no conocer mi vida al dedillo, lo pondré al día. Nunca he sido un admirador de la villa Madrileña, de hecho, siempre me ha parecido un pueblo exageradamente extenso, nada más. En el tiempo que llevo viviendo aquí tampoco ha cambiado mucho mi percepción de ella, es una localidad manejable pero falta de carisma. Quiero decir, no es icónica, si pensamos en el mapa de dibujos animados donde se ve Europa siempre pintan la Torre Eiffel en París con el Arco del Triunfo, el Coliseo en Roma, el Big Ben y el resto de Westminster o el London Eye en Londres o la Puerta de Brandeburgo en Berlín. Estatua de la Libertad, Times Square, Empire State Building, Chrysler… Golden Gate en San Francisco, Capitolio y Casa Blanca en Washington, Opera House en Sidney. No hay nada visualmente referencial en la ciudad de Madrid, y es culpa de los mismos madrileños, algo que afortunadamente llevan unos poquísimos años intentando cambiar porque a un guiri no le dice nada la imagen de Tío Pepe ni un cartelón de Schweppes. Finalmente pintan una plaza de toros (que ni siquiera es la de las Ventas) y sangría y olé. San Sebastián y la barandilla de La Concha, Sevilla y la Giralda, en La Coruña la Torre de Hércules, Agbar y la Sagrada Familia en Barcelona, Artes y Ciencias en Valencia o lo que fue Numancia en Soria. Aquí se rebajan ellos mismos a un oso (que dicen que es osa) y un arbolito. Sobra decir que la cantadísima mírala, mírala, pinta más bien poco. Carece de un skyline reconocible.

Madrid Skyline  de Juroba en Flickr

Le falta chispa a Madrid. Sorprendentemente le sobra materia prima para encontrarlo, entre Austrias, Debods, Retiros, torres de Florentino, Kios… O, por ejemplo, el magnífico servicio de metro, que aunque cueste más dinero que antes no me parece, y hay quien me matará por esto, caro. Caro es el de Nueva York, que cuesta dos dólares y medio y, como en las películas, gotea, humea, huele mal y tiene mendigos y borachos dormidos dentro. Pero lo hacen todo a medias aquí, entre Princesas, Goyas, Españas y Preciados. Un buen servicio a un precio razonable con una oferta cultural amplísima a mano que vive a la sombra de un Corte Inglés. Y tal y como está la economía, no es, para nada, algo malo.

Encaminando el post, sabéis que me gustan los áticos, buhardillas (obviamente), y básicamente cualquier vivienda que no tenga vecinos encima. Por inercia y pijoterismo intenté buscar algo así en el centro de Madrid. Y lo hay, sobretodo de Sol para abajo, pero son construcciones arcaicas, sin aire acondicionado y que no me daban suficiente confianza (y las que sí, por supuesto, se me iban de precio doblando o triplicando el máximo que me había marcado). Días después de sumergirme en la divertida y rápida rutina de Madrid y empezar a pausar mis propios movimientos volví a rascarme la barba meditabundamente a sabiendas de que seguía echando en falta algo: la altura. Vivo en un chiquitajo piso de 45 metros cuadrados (cuando mi anterior habitación, la añorada y original buhardilla que da nombre a esto, alcanzaba los 60) al que he bautizado «Mansión Wayne de provincias» y es un tercero con ascensor. No es suficientemente alto, hay dos más por encima. Afortunada y curiosamente, la oficina donde trabajo es un quinto y último piso con acceso a la terraza. Y no suben nada más que los fumadores. Y no lo entiendo (salvo por el sol y el calor). Así que en mi cruzada a favor del disfrute de los flequillos y las canas de los edificios me interesé por esos dos hoteles de al lado de mi calle que son famosos por dejarte subir a la azotea y tomarte algo. A mí me pareció un chiste, pero debe ser así, si vas a una azotea de Manhattan, en la Quinta, pides un Fitzgerald (que resulta estar bueno y da esa imagen de distinción, de Gran Gatsby, lógicamente, que no es que aporten muchas bebidas) y la pose te sale por 15 dólares más el 8% de impuestos locales de la ciudad de Nueva York y la propina que se entiende como obligatoria. Quiero decir, estás pasando una velada viendo el Empire y el Chrysler, que son cosas molonas. En los hoteles de aquí, al parecer, los precios son similares (algo más en Madrid después del cambio Euro-Dólar) pero, sin embargo, y esto lo que me ha jodido, no hay oferta. Comparando, Nueva York es una ciudad más fría que Madrid, por lo que, a priori, la idea de subir a una vigésima o trigésima planta a que te dé el aire no parece muy atractiva, tal vez, más al sur de Manhattan, lo de utilizar la escalera de incendios para montar una fiestecita en lo que sería un sexto parezca mínimamente más razonable. Pero aquí no hay nada de eso. Y me jode. Porque es algo que mola.

Hace un par de semanas aproveché para meter el germen de la idea de disfrutar de la última hora de la tarde en la azotea de la oficina. Si son tan molones como para tener las mesas de ping pong, no creo que les cueste mucho subir con una Coca-Cola ahí arriba en lugar de bajar al ruidoso bar de enfrente. Es una tarea difícil, sólo a dos personas les ha parecido bien de entrada. Lejos de desistir, al llegar al portal hablé con el portero para preguntarle si se podía subir. No. Y menos con gente. «Que si quieres subir para hacer unas fotos, pues todavía, un ratito…». Y es que yo no sé qué peligro ven en ello, si los del balconing son los de los países ricos. Me llevé un chasco. Tanto sol desaprovechado, tanta melena recortada por los rayos de luz natural a la basura, tanta chica sonriente haciendo malabares en tacones que nadie sabe por qué se ha puesto apoyada en la barandilla muriéndose de ganas por hacer como que baila.

Y vosotros, que os lo vais a perder, estáis todos invitados. No pierdo la esperanza de poder disfrutar de una brisa algo menos contaminada que la del nivel del suelo con música suave y una luna brillante al fondo. Le falta ese despertar a la ciudad.

Visto en: Gran Vía.

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Lagarto

La vestimenta de los momentos cruciales que he vivido

Volvamos a tomar esto como un recóndito y placentero refugio personal, como una cala en la costa gerundense a la que sólo puedes acceder nadando (si eres fuerte) o en kayak (si eres yo). Ah, algo muy apropiado para combatir la sequedad del ambiente y el incesante calor. Lo llevo muy mal, imagino que lo habré comentado un buen puñado de veces. No deja de ser cierto.

11/365: Pinstripes de bubbly toes en Flickr

Por diversas cuestiones de la vida, todas ellas atribuibles a mi perturbación mental, crónica, he desarrollado una extraña obsesión, un matiz enfermizo más propio de dementes encerrados en oscuros castillos reformados como sanatorios mentales de habitaciones acolchadas que de una persona con un mínimo de personalidad. ¿Qué le voy a hacer? Mi psicólogo dice que si lo digo muy fuerte y aprieto los puños, es probable que se cumpla. Mi psiquiatra dice que no, y que me tome esa píldora antes de… Mierda. Luego, si eso. El tema, basta ya de rodeos absurdos (que me chiflan) es que tengo una misteriosa (y ciertamente inútil) habilidad que me permite recordar qué ropa llevaba puesta en los que considero los momentos más importantes de mi vida. Digamos, desde los 15 hasta hoy, hasta los 23 y algo.

Tengo poquísimo olfato (hay quien me dice que ya puedo empezar a fumar, porque no puedo perder más ese sentido), un oído aceptable y una vista realmente buena que, lamentablemente, me esfuerzo en machacar diariamente. Así que supongo que, a golpe de verme desde fuera en esas situaciones, digamos cumbre, de mi vida, me he terminado quedando con qué camisa o camiseta o qué pantalones llevaba. Y hasta el calzado en algún caso concreto. Hablo de cuando aprobé el práctico de coche, la primera vez que firmé un contrato «de mayor», el día en que quedé con aquella chica de quien andaba detrás durante tanto tiempo y que terminó dándome un beso o de la primera vez que fo… Ups, casi lo digo. ¿Sí, queréis que lo diga? Putos morbosos. Cómo os envidio en estos momentos, ahí todos, desde la barrera, sin exponerse a nada. Está bien, y la primera vez que formé una banda de rock en un garage.

Decía antes que esto me parece algo inútil debido a que, bueno, sí, nunca está de más saber que llevaba una camiseta granate con el dibujo de un robot el día que me ficharon por primera vez en una empresa. O que, curiosamente, la entrevista que me hizo entrar en la oficina (magnífica, ya os contaré) donde trabajo ahora, la realicé con esa misma camiseta porque recordaba perfectamente la vestimenta que llevaba aquella última semana de abril de 2010. Lo realmente útil es acordarse, además, de la ropa de los demás. Del vestido de la recepcionista que se recogía el pelo con un lápiz, el patrón de la corbata del primero que se presenta, los dibujos de los calcetines de ese otro que te estrechó la mano, los tonos de los cuadros de la camisa del tatuador con miedo a las agujas que aparcaba siempre su Softail cerca del Clínico de Valladolid o cada uno de los escasos complementos que adornaban aquél jersey de lana gris dispuesto a atronar bafles, o eso ponía en el mensaje escrito en negro. Cubierto con un ligero abrigo verde, aunque luego se taparía con mi cazadora de cuero marrón. Apoyada en un VW Golf. Esos son los putos detalles que realmente molan. No abrir el armario y ver la americana con la que saliste de fiesta (informal) la noche que te cruzaste con Ignatius y que ni siquiera podía saludar por ir borracho. No. Lo divertido (y a ratos jodido) es cruzarte con una persona a la salida del banco, en una tienda, sentada en una terraza, en el transporte público o que aparece de fondo en un plano del telediario y que parece llevar esa chaqueta negra que tuviste que cargar durante un par de eternos kilómetros, escaparate tras escaparate, o esos zapatos de ante verde que recuerdas haber descalzado con cariño.

Visto en: ElGeko800/Inditex.

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Lagarto

La tienda de ultracongelados que estaba al otro lado del Leizarán

Era yo un crío y ni idea de si aún existe, pero me fascinaba. Más que un Toys «Ð¯» Us, con la erre volteada y todo. Calidad, oiga. Imaginad un establecimiento con una puerta transparente enorme, de esas que se abren cuando te aproximas, eso que sólo tenían algunos Eroskis. Fantasía de tecnología. Imaginad la de luz que entraba más la que producían aquellos enormes fluorescentes de luz blanquísima, de impolutos fotones vestidos de gala, con chaqué, sombrero de copa, bastón y monóculo. Una proyección de luz sólo comparable a lo que Hollywood nos intenta hacer creer que es la pulcritud del cielo, la tranquilidad que supone la paz eterna por encima de las posesiones físicas. El blanco. Luz y claridad en una tienda que, como no podía ser de otra manera, siempre estaba fría. Un frío que te inmovilizaba al principio, al entrar, y que enseguida convertías en calidez cuando veías la ingente cantidad de productos ofertados. Siempre. Con lluvia, sol, nieve, truenos o niebla. Siempre tenías todo. Eso era lo que captaba mi atención en cada ocasión que entraba allí. Nunca faltaba nada. Desde verduras congeladas, croissants o churros congelados, empanadillas congeladas, pescados congelados, pan congelado… Tenía todo lo que una persona pudiera necesitar de llevarse a la boca, sea cual sea la estación. No entendía para qué ir a otras tiendas si ahí mismo se podía comprar lo necesario y luego, en casa, descongelarlo. La panacea alimentaria, ni pastillas de astronauta ni zumos en polvo. Todo allí, sempiterno local a los pies del primer edificio que te encontrabas cuando cruzabas el río saliendo de las vías.

No me preguntéis porqué absurdo motivo me ha venido precisamente hoy a la cabeza esta entrañable tiendecita que, viéndolo con perspectiva, vendía productos para cocineros (como yo) que prefieren tirar de congelador lleno antes de ir diariamente al mercado a por cositas frescas que cocinar. Será cosa de mimo. No lo sé. Han llamado al timbre de la memoria y he abierto sin mirar quién era. En cierto modo me ha parecido, de repente, que esa tienda es una farsa a la altura de la ONU, pero sin presidentes sacados de gigantografía de Benetton. Todo apariencia. ¿Quién va a preferir un croissant descongelado antes que uno recién hecho de verdad? Supongo que sólo un niño pecoso y delgado (por aquél entonces) escogería la propuesta de ciencia ficción embolsada. Carece de encanto, como un gato atropellado en mitad de carretera, sí, es un gato, pero hey… No requiere ningún esfuerzo, si la tienda era tan resultona era precisamente porque la mercancía apenas requería mantenimiento, vigilar el termostato. Nada de poner las manzanas verdes y brillantes, las más vistosas, en el huequito que ilumina el sol todas las mañanas haciéndolas brillar con naturalidad. Todo eran fuegos de artificio, baratos, vendidos al vatio. Menos misterio que comenzar una absurda guerra verbal sobre los delanteros de la selección española, tan candente.

Visto en: Guipúzcoa.

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Lagarto

Ajedrez

Es curioso, me he pasado un buen rato buscando un post que ya creía haber publicado (casi seguro) en el que pensaba que había hecho una referencia al ajedrez, pero nada de nada. En fin, allá voy. Uno de los primeros recuerdos que tengo de mi vida es el de mi padre regalándome un tablero (plegable) y piezas con las que jugar a ajedrez. Aún tengo ese tablero y de las piezas me falta uno de los diminutos peones. No sé cuántos años tendría pero lo recuerdo todo bastante bien, cómo me explicaba el movimiento de cada una de las figuritas. Todo muy tierno, ciertamente.

Knight and friends, p_rocket71, Flickr

El ajedrez es el único deporte en el que he estado federado, cosa muy fugaz, apenas tres semanas. Asistí a dos charlas (de gente aburridísima) y nunca competí en nada oficial. Sí que participé en torneillos escolares (siendo mi mejor marca un tercer puesto que no tenía premio alguno). Todo fue muy de seguido, unos meses mientras cursaba Segundo de ESO. Era un renacuajo y, la verdad, ponía más empeño en mi posición de alero-pivot en el equipo de clase que en el ajedrez. Nunca me llegué a tomar ninguna de las dos cosas en serio, pero el ajedrez me sigue fascinando. Hace unas semanas eché unas partidas contra mi padre y me venció en todas. En todas. La verdad es que este tema no lo suelo sacar a la luz en la vida real porque suena a «Chico de audiovisuales» de instituto americano, como demasiado nerd. No es cosa de vergüenza, más bien de falta de popularidad, antes de Fernando Alonso ver la Fórmula 1 era de raritos. Supongo que si el ajedrez fuese algo más mediático esto sería distinto, pero no es algo que vaya a cambiar ni que quiero que cambie, es decir, esto por la tele sería un coñazo.

Me gusta el ajedrez, sigo dándole vueltas al tema. De hecho, en software de terceros, lo único que tienen en común mis tres últimos móviles (y he tenido cuatro en mi vida, que han funcionado hasta romperse) ha sido el típico videojuego de ajedrez, tanto en 2D como en 3D. Aún tengo los diskettes originales para IBM PC OS/2 del mítico Battle Chess, una risa de juego, la verdad. Y, como extraña nota al margen, soy de esos que practican inglés jugando al ajedrez contra el ordenador, la aplicación de Apple tiene licencia GPL, por si os da por trastear. Es realmente entretenido y me asombra toda su historia reciente, las historias que mi padre me contaba sobre un joven americano genial que terminó tarado y todo el contrapunto soviético. Y es que es así, creo que una de las primeras cosas que no vienen a la cabeza cuando pensamos en la Guerra Fría es un teléfono rojo, gente con corbatas y dos contrincantes frente a un tablero. Me refiero a lo fascinante que es por su simpleza inicial y toda su puta intrincada dificultad. Tantísimas opciones continuamente, a no ser que metamos la pata. Vale que casi todos empezamos con un intento de mate pastor y si no va bien ya improvisamos, sí, casi por sistema, pero esa gente capaz de calcular decenas de movimientos consecutivos para cada una de las opciones posibles me producen admiración.

No sé muy bien a dónde quiero llegar con este post, ojo, era una simple reflexión que ya creía haber hecho. No sé, me sigue emocionando que entre partida a la Play, la Wii, la Nintendo DS o lo que surja dentro de unos años seguirá habiendo sencillos y baratos tableros que propondrán infinitud de dolores de cabeza y alegrias de manera asombrosa. Como detalle quisquilloso, en mi aún reciente viaje a Nueva York me permití el lujo de decirle a un encargado del Met que tenían un tablero con las piezas mal colocadas (las blancas han de tener la reina en su color y, además, la casilla blanca a la derecha del todo en el tablero, cosa que no era así) y me agradeció uno de los encargados. Mola un pegote.

Supongo que cuando tenga sobrinos, que espero que sea dentro de mucho, les regalaré un tablero y unas piezas como hizo mi padre conmigo para ver si se pican con el tema. No hace mal a nadie y siempre estaré a tiempo de ponerles delante de una Game Boy. Aparte, creo que serían demasiado pequeños como para iniciarlos en el poker, que, ahora que lo pienso, de ahí me puede venir esa afición. Cáspita, lo que descubre uno a las dos menos algo de la madrugada. Vaya entrada más inconexa, sosa y hasta tristona me ha quedado. Lo único, ya que estoy con esto abierto, he hecho un par de cambios en el tema esperando que se lea un poco mejor, sólo para recordarlo.

Visto en: La Quinta con la 82.

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Lagarto

La tierra (y el momento) de las oportunidades

No recordaba que un mes se me hiciese tan largo como lo está haciendo este marzo. Y es que han pasado muchas cosas en apenas tres semanas. Para empezar, hace unos viernes estuve a punto de entrar en Telefónica para un proyecto de un año. Tuve que decidirme en cosa de horas, apenas una noche, y cuando ya tenía localizado hasta un bonito pisito cerca de las oficinas de la empresa en Madrid echaron atrás toda la operación. Dos días después cogí un avión a Nueva York y os aseguro que ha sido el viaje más alucinante que jamás haya hecho. Me ha costado un pastizal, pero joder, merece la pena gastarlo en cosas así. Es, simplemente, impresionante. Al aterrizar (y vencer al jet-lag, cosa que yo relacionaba con el famoseo y gente que se las da de importante) apenas tuve tiempo para repartir cuatro tonterías entre compañeros de la oficina porque este mismo lunes nos comunicaron que el cliente (que es el Ayuntamiento de Valladolid) no tiene intención de perpetuar el contrato (que termina en abril) por lo que no somos necesarios, y bueno, hoy he firmado la carta de despido y es cosa de días que reciba un SMS de la Seguridad Social anunciándome que me han dado de baja. Nada que reprochar, ojo, he aprendido muchísimo en esa empresa y siempre agradecerá la oportunidad y confianza que me dieron.

Es una sensación extraña, de todos los que recibimos la noticia era el único que se sentía aliviado (seguramente el único con motivos) y es que ya me habían metido el gusanillo con el tema de Telefónica: no más broncas con los empleados de la administración (desesperantes funcionarios), no más ataduras a JDeveloper o Eclipse, no más consultas al Javadoc… en definitiva, no más entrar en una oficina a desgana. Creo que ya lo he comentado por aquí en alguna ocasión pero mi labor principal era la de maquetador (y diseño en cosas puntuales), si bien, como todos, terminaba arremangándome y metiéndome en faena J2EE (o como se llame ahora) o realizando tareas menos dolorosas como tirar líneas en un SSH. Supongo que cuando el jefe de proyecto, tus compañeros y hasta el jefe de la oficina te dicen que es una pena estar así (comiéndonos los marrones de los que ya habían terminado) y no centrándonos cada uno de nosotros en nuestras labores estrictas, es momento de desplegar alas. Nunca supe cómo plantearlo así que este despido me ha sabido a gloria. Es fácil cuando no tienes hipoteca ni críos, sólo tengo que bajar (radicalmente) las exigencias de mis caprichos y destinar lo poco que me queda ahorrado después del viaje para sufragar los gastos con los que ya cuento como fijos: universidad, tarifa de teléfono, gasolina y seguro. Y es que está claro que algo no funciona en una empresa si, al comunicar a uno de los empleados que está despedido, éste sale del despacho con una sonrisa de oreja a oreja. El ambiente llevaba tiempo enrarecido.

Apenas llevo dos días en casa, de parado por la vida, y joder, es insoportable, no sé a qué se dedican los cinco millones de personas que no curran (si no están en huelga). En serio, es realmente tedioso. No hay series en el mundo para ver ni ojos que las aguanten como para tragarte sesiones de tantas horas, no hay películas en la historia del cine que tenga tantas ganas de ver como para querer quedarme en casa tirado. Por eso mismo, retomando todos los cabos sueltos que había ido dejando y agarrando mi ahora inseparable agenda de papel (tampoco era consciente del poder de esta herramienta, pero es que uno de esos cursos de coaching que tanto se llevan ahora nos abrió los ojos a muchos de los del curro) he ideado un horario. Un horario simple, que para eso estoy «de vacaciones». La idea es obligarme a salir de la cama todas las putas mañanas y meterme en una rutina. Estoy muy ilusionado. Espero cumplirlo, queda así:

  • 8:30h: Despertador, flexiones y ducha
  • 10h: Práctica de moto (A2) y desayuno
  • 11h-19h: PFC
  • 19h-19:40: Correr y ducha
  • 19:40h-ZZZzzz…: Buscar curro, papeleos similares, gatitos, jam session, cañas

Fácil, ¿no? Lo de las flexiones tiene una única función, poder controlar la moto después. De veras, pesa mucho (mucho). Si me ducho dos veces es por el pelo (verdad verdadera), podría hacer las flexiones por la tarde ya que estaría sudado y «caliente», pero no, o me ducho por las mañanas o parezco cualquier tipo de monstruo de ficción, y tampoco apetece. El horario está elaborado teniendo en cuenta los biorritmos de las alondras y de los búhos (los que se dedican a esto lo llaman así), y siempre he sabido que era búho, es decir, que mi horario natural es el de tarde/noche más que el de mañana, por eso el mayor gasto de energía, tanto física como mental se produce después del mediodía (en otras palabras, en el curro concentraba las tareas que requerían menos esfuerzo por las mañanas porque hasta las once y pico no rendía como debía y luego por las tardes aceleraba). Dar paseos en moto por un circuito requiere precisión y concentración, pero la pista está en otra localidad y es imperante que salga de casa (o me acomodaría como un marsupial en la bolsa de su madre). Destinar la mayor parte del tiempo al proyecto creo que tiene bastante sentido, sobretodo ahora que la parte divertida, investigación, está concluida y queda lo que requiere esfuerzo. La carrerita de media hora y la ducha me ayudará a despejarme y poder cambiar de ambiente pudiéndome centrar en actividades más relajadas, desde mirar ofertas (en diferentes puntos del globo) hasta salir un rato a interactuar con otros EXTERMINATE! humanos. Borra eso, niño.

¿Cómo lo veis? No respondáis, estoy emocionado por ver cómo se desarrolla todo esto. Ya digo que es extraño, todo el mundo me llama diciendo que es una putada y tardo unos segundos en ver que hablan del despido. No sé, será que ya le tenía ganas a un cambio de rumbo, pero creo que cualquier persona más o menos curiosa querría intentar salir del estancamiento que produce casi cualquier puesto de trabajo, que no es que yo sea el chico más movido del mundo, pero creo que me tocaba mover ficha y, vamos, si directamente me hacen mate y comienzo una partida nueva, no puedo hacer otra cosa que alegrarme.

New Victory, Instagram. Yo también pensaba que la calidad de las fotografías del iPhone 4 sería más pordiosera, pero no, mantiene el tipo

La verdad es que la gente enseguida se ofrece a intentar facilitarte todo (cosa que ya os he agradecido personalmente a alguno de vosotros y aprovecho para hacerlo de nuevo desde aquí), contactos, consejos, «pues yo haría», «mira a ver si en esa web», «a mí me pasó parecido y…». Incluso una persona, al enterarse, me ha propuesto incorporarme a un equipo británico profesional de poker (y yo la opción la he dejado abierta, sería una aventura diferente).En fin, cuando queréis, sois unos cielos. Sorprendido me habéis dejado. La verdad es que ahora mismo creo que sólo (¡ja!) me falta echarme novia para ser feliz (¡jajaja!) pues creo que el abanico de oportunidades es tan grande, tan vasto, que me siento como un niño pequeño delante de un mostrador de una tienda de peluches, intentando fijarse en uno en concreto pero sin separar la vista de los demás ositos, no sea que se vayan. Feliz. No sé si habrá sido Manhattan, si el nivel de cocaína en el aire de España, a lo mejor los de Iberia meten LSD en las cenas cutres y frías de los aviones y aún mantengo los efectos, no sé si la barra de Imedio estaba caducada cuando la esnifé, no lo sé, pero estoy feliz en este delicadísimo e importantísimo punto de mi vida (más a nivel profesional que personal, pero, obviamente, un cambio en el primero conlleva un cambio en el segundo). Y quería compartirlo, y poneros al día, que sois unas marujas telecinqueras. Coño.

Visto en: W37th – Fifth Ave.