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Yo vi jugar a la Real en Turista

Para cuando haya terminado de escribir esto la Liga (formal y pedantemente LFP BBVA) habrá dado comienzo y alguno de sus partidos, como el primer Eibar – Real Sociedad en esta categoría, ya tendrán asignados un 1, un 2 o una X en la Quiniela [añado, ha sido un 1, cagonsós.].

Desde el miércoles pasado hasta ahora mismo (más uno que añadiré esta noche y donde probablemente siga escribiendo este post que no sé si llegará a salir del iPad) no habré parado de coger trenes de diferentes tipos. Metros, AVE (una de esas maravillas españolas que se mantiene de puta coña gestionada por uno de esos desastres españoles), tren nocturno [añado, en cuya litera no quepo ni sentado ni tumbado.] en el que espero encontrar a una chica francesa que se dirige a Viena para protagonizar una trilogía y hasta un TGV de dos pisos que no ha resultado estar muy bien pensado para los que medimos más de 1’85m. Toda una aventura romántica para los que almacenamos libros de Jack London y cenamos pizza en su plaza frente al puerto de Oakland. No me miréis así, cutres, que para algo viaja la gente. Hay que lucirlo.

¡Ay! Bonita y relativamente económica [añado, el «restaurante» del tren nocturno es más barato que el de un cine, las terrazas de la Plaza de San Ildefonso o cualquier pub chic, pero más caro que la taberna de tu vecino, ‘El Bar Ato’.] forma de mover mi culo de Madrid a Barcelona, a Figueras (o Figueres, cualquiera que fuere el bueno y el formal o el correcto en cualquier idioma) y vuelta a Barcelona y vuelta a Madrid. Además, con el tren te ahorras la violencia aeroportuaria y las tarifas de entrada y salida de estos centros de internamiento tan modernamente diseñados.

En AVE viajaba en Turista. En el TGV viajaba en Classe 2. En el nocturno no hay opciones [añado, ni enchufes ni mucho menos wifi.]. Ahora empieza la miga sobre la que ya has pensado más de una vez. Recuerdo bien de crío que a primera clase se le llamaba Primera y a segunda clase se le llamaba Segunda. Sin ningún tipo de alboroto social. ¿Quieres más? Paga más. Vivir en Beverly Hills lo imagino mucho más caro que en una zona deprimida de Los Ángeles (lo que nosotros llamaríamos sin mucho problema un barrio de gitanos). Afortunadamente la diferencia entre viajar (en tren) en una categoría o en otra no es comparable a la diferencia entre una mansión con piscina escalonada, climatizada y con focos y una chabola de un poblado, pero es que tampoco se puede comparar con un piso medio donde escuchas a tus vecinos y tienes turnos para limpiar la escalera por muy luminoso y bien situado que sea.
La cosa cambia mucho en viajes en avión (¡y hasta en autobús!) donde más allá de darte unos cacahuetes y un periódico se te permite fantasear con entrar en el Mile High Club con alguna que otra garantía. (Estoy patinando mucho pero es que nunca he vivido lo que pasa detrás de las cortinas de cabina una vez se despega.)

¿Por qué este eufemismo? ¿Por qué Turista y por qué Business? ¿Por qué los turistas no pueden viajar en Primera y por qué los que van a hacer negocios (porque parece que el turismo aquí no es uno) no pueden viajar en Segunda si seguimos esa semántica estricta? ¿Qué mierda es esa? Si no tenemos problema en definir Primera y Segunda aunque lo maquillemos en los contratos como BBVA y Adelante (trauma que, ojo, sí tienen en Inglaterra con Premier y Championship), si hemos venido a pasárnoslo bien, si los franceses pasan de la corrección política y te ponen Classe 2 en su alta velocidad, ¿a qué jugamos nosotros?

Jope. Parece mentira que haya podido escribir tantas líneas sobre un comentario de cola de puerta de embarque. ¿No es maravilloso? Pues mandad besos a Jaume PALITO [añado, de este vagón Linklater no saca ni un cortometraje.]. Buenas noches.

Visto en: Litera 81.

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Cocina y software

Que haya dos entrada en menos de un día me asusta tanto que se me aceleran las pulsaciones (de teclas). Sin querer hablar de la relatividad del tiempo ya hace casi dos años que cocino para mí, por y para mí. Casi dos años eligiendo ingredientes, comparando dificultad (facilidad, realmente) de platos y recetas, comprándome algún que otro artilugio que apenas he utilizado (tampoco nada estrambótico, no tengo pasapuré) e intentan impresionar a los compañeros de oficina (o a los cuatro monos que me siguen en Instagram). La inmediatez del móvil mató el texto largo y las cuentas PRO de Flickr.

Cocinar parece ser una tarea que todos tenemos asumido que deberemos aprender a hacer. Por subsistir o por conquistar a aquellos ojos color cerezo. Yo empecé por curiosear, continué por intentar mantener mi vida a salvo de Mc Donalds y terminaré por la mirada. Y hoy mismo me he dado cuenta de que es un proceso que ya había vivido. Cocinar es desarrollar software pero que, además, huele y sabe bien.

Hace mucho, mucho tiempo hablé del gozo que producía construir tus propias herramientas y entretenimientos (caray, van a hacer 6 años de aquello, bien) y en este caso se aplica todo ello exactamente igual. Igual. Aprender a cocinar, y me refiero a hacer cuatro chorradas pero que dos de ellas sean chorradas elegantes, como un pollo a la mostaza y miel sobre una base de puré de patatas. Y se aprende por repetición, por haber hecho saltar mucho agua de la cazuela hasta que se tiene controlado el tiempo y puedes quedarte unos siete minutos en el sofá mientras superas el récord del juego de turno. Esto es similar a cuando tenía una lista de favoritos enorme con enlaces a Stackoverflow y que releía murmurando «Ay, es verdad, siempre igual.» Hasta que deja de ser siempre.

Y está bueno. Y te gusta. Y me encantan mis platos porque son míos, del mismo modo que me encandilan mis aplicaciones web de juguete porque son mías. Coño, mis creaciones. Han salido de mí. Les he dedicado mimo. Es una gozada. Por supuesto que reviso el código de Cómo Hace (que apenas tiene año y poco) y cambiaría las tres cosas que tiene, empezando por la API de Yahoo! Weather que nos ha ido dejando tirados a todos. Pero me saca una sonrisa. Sé que la primera vez que hice unas setas me quedaron terriblemente sosas, pero es que sabían a setas (yeah, I know) y no podía estar más satisfecho.

Ahora la crítica, esa gente que dice que prefiere comer en un bar (o comida precocinada) todos los días porque el tiempo que dedican a cocinar vale más que lo que pagan por sus filetes empanados o Whoppers, no sé, esa gente que imprime tan poco mimo a algo tan trascendental como la alimentación. ¿Cómo es en su trabajo? ¿Cómo es en algo que le apasiona? Sí, a mí me gustan los programas y libros de cocina, desde cómo funciona el restaurante más pijo y exquisito del mundo a David de Jorge pasando por las barrabasadas más suculentas de América.

My kitchen corner - cottonblue

Cocinad. Quereos. Fallad, quemad sartenes, probad especias, ved Ratatouille veinte veces y derrochad aceite. Frustraos y bajad al chino a por fideos o atacad las latas de atún de la despensa. O eres un triste desangelado que no gusta del comer, o te lo vas a pasar pipa sorprendiéndote de la de platos que intentas hacer y lo rico que está tu porquería. Yo voy a ir apuntando los ingredientes para hacer galletas de chocolate. Y que no os engañen, salvo en las tiendas de muebles, una cocina debe estar desordenada, como el cajón de las pilas del salón.

Visto en: Fogones.

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La cosita del love hotel y las escorts sonrientes

Hace unos pocos años, yo estaba a punto de cumplir 21 (y el día 30 alcanzo los 25, guiño-guiño, regaladme muchas cosas, y tal), conocí a dos escorts. Una de ellas, con la que tuve más relación posteriormente, decía que nunca se acostó ni planteaba acostarse con ningún cliente, simplemente se dedicaba a acompañarlos, sonreír, repartir tarjetas y esperar llamadas. La otra, en cambio, decía que el sexo siempre era algo habitual con los clientes. A mí me parecía un mundo fascinante porque ambas eran chicas despampanantes, con sus carreras terminadas, que leían libros antes de que Crepúsculo o Grey lo hicieran molón, mucha clase. Jamás te imaginarías que, en diferentes partes del mundo, una de ella disfrutaba del morbo de conocer a un hombre cada noche y fingir que se querían. Le ponía.

Sí, a mí me parecía fascinante de verdad. Vivo en un calle donde la prostitución es común, no se esconde, y se acepta sin mucho reparo. Pero son prostitutas que, la verdad, da pena ver e imaginarse su situación. Todo lo contrario a la élite de los cuerpos que prefieren pasearse en habitaciones de hotel de lujo, desayunando Möet y cerrando joyerías. No lo necesitan, una quería hacerse con contactos de medio mundo y otra disfrutaba de verdad. Joder, tan frío e impactante que cada traman que me contaban me hacía querer saber más y más. Puedes mantener una vida completamente normal, casta a los ojos de todos, ser esa vecina con la que todos queremos quedarnos encerrados en el ascensor, de anuncio de cerveza en la que viene a tu piso a pedirte sal, la vecina a la que nunca te atreverás a decirle si quiere bajar a tomar una caña porque pudiendo estar con cualquier tío, no se iba a molestar en mirarte mucho, y resultar querer llegar a Mónaco porque un cliente va a estrenar el nuevo yate.

A ver, la hostia, me sigue pareciendo fascinante que ese mundo esté ahí, tan cerca de nosotros y a la vez tan aparentemente lejos. Soy capaz de mirar para otro lado en cada ocasión que una mujer (porque tiene una edad) se rasca la pierna subiéndose el vestido sentada en uno de esos pivotes frente al portal. Pero no fui capaz de desengancharme de sus historias de lujo, cuernos a la mujer (que, realmente, imagino que haría lo mismo en cualquier resort cubano) o, lo mejor de todo, cuando la chica contaba que lejos del típico calvo, de edad respetable y Jaguar clásico, era frecuente encontrarse con clientes de su edad que simplemente no querían tener ninguna relación. El mismo supuesto, pero pagando, pudiendo mojar las bragas de cualquier mocita de club el tío prefiere sucumbir al morbo de poner dinero de por medio y fingir un amor con IVA aparte.

Cuando me mudé a Madrid y dedicaba tardes a conocer las calles aledañas, los barrios cercanos, su arquitectura, sus tiendas y sus ‘cómo llego a casa desde aquí sin Google Maps’ reparé en un edificio negro de Chueca que ofertaba abiertamente habitaciones para intimar y marcharse, a sus puertas circula gente proponiéndote con quién pasar el rato. La escena de Léon con Portman de niña debe ser muy turbia en el mostrador de esa recepción. Siempre que paso por allí recuerdo los comentarios sobre los love hotel que me mencionaron sobre Japón.

Sí, es conocido en occidente porque las guías de viaje lo venden como una solución de alojamiento barata, pero que te cuenten con tanto detalle lo que sucede en las habitaciones, esa sensación que no se transmite más que tocándose los dedos de la mano, haciendo ese gesto de terciopelo invisible… Ay. Me parecía tan lejano. Pero resulta que no, que llevan tiempo aquí, que hasta el que dicen que es el mejor love hotel de Barcelona (no hace falta que os grite que no conviene que abráis el enlace con los niños correteando por ahí, o el jefe asomándose por encima de su taza de café) se promociona con una certificación ISO sobre higiene que yo creo que es lo mínimo exigible en estos negocios. Lo bueno de las tonterías 2.0 es que es realmente gracioso leerse las opiniones de los clientes, probablemente consultores informáticos, supongo que en Japón será igual, vayas o no con tu pareja. Y es que yo, que soy un enamorado del amor y no se cansa de vivir en una época en la que el porno está bien iluminado y prefiere pensar que disfrutan y son felices, recibí un tortazo de realidad cuando una amiga me dijo que ojalá su novio la llevase a un espectáculo de sexo en vivo en un festival erótico. Sí, sí, no me miréis así, me he desatado un poco y esta última revelación de chicas frágiles que quieren ir a mirar cómo a otra se la clavan merece una entrada algo más cochinota (que no sabría escribir), pero ayuda a entender por qué puedo llegar a publicar una sarta de anécdotas cerdas como esta.

Visto en: Colchones.

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Las memorias de las vidas en los ojos de los otros

Cuando la parisina Betsy Drake le recomendaba LSD al único marido que tuvo y quien intentaría utilizar la droga (aún legal en este marco) para combatir depresiones y otros traumas psicológicos, ya había gente que habría escrito textos como éste. Y no vamos a hablar de por qué Cary Grant se divorció de ella después de ver que el ácido 25 de Hofmann no le resultaba. Podría, vamos, que me enciendo y suelto datos algo aleatorios y a veces quedo bien si termino con un guiño. Que sí, que la California de los 60 (y, me apuesto unas cañas, la actual también) molaba mucho con sus clínicas de rehabilitación y las VolksWagen T1 moviendo surferos costa arriba y costa abajo. Eran los 60. Y hasta en Europa nos crecimos entre ye-yés y Dr. Who.

Sí os voy a soltar un rollo que, forzando un poco el tema, tiene que ver con pupilas. Pero no dilatadas por los ‘tripis’. De las pupilas de los ojos de la gente que no conoces de absolutamente nada, pero de quienes te imaginas pequeños instantes de su existencia. Me explico, que no me seguís el juego. Bien, tú haces tu vida normal, con tu familia a la que quieres y a la que ves de vez en cuando, o todos los días, o nunca porque igual ni siquiera los quieres, te cruzas en el ascensor con una asiática en chandal paseando un cocker jadeante, pides vez en la frutería porque mañana viene no sé quién y pretendes tirarte el pisto de tío sano y quieres que te vea haciéndote un zumo de naranja. Saludas al autobusero, sin ganas. Levantas las cejas apenas sin mirar a la mujer de la oficina de abajo y, en definitiva, tienes tu rutina. Cómoda, desquiciante, acogedora, da igual. Vale, todos situados.

Un día esa rutina se rompe. Y haces algo que formaba parte de tu rutina anterior. Vuelves a pasar por el barrio por donde creciste, han puesto un par de semáforos y han cerrado el kiosko aquél. Ahora esa esquina es un bar. ¿Desde cuándo se puede aparcar aquí, es zona verde? Y ahora. Ahora estás. Ahora ves, después de unos meses o años, a un chaval que siempre te cruzabas, que siempre iba en patines, con quien nunca has hablado, un tío que te llamaba la atención por seguir llevando el pelo tazón. Y os miráis, y pensáis lo mismo: «Ah, hostia, el tío este, mira tú, qué tiempo». Pero no queda ahí, te fijas, con cierto descaro y ves que sin patines es mucho más bajito y que mientras él no termina de saber si a ti te queda bien la barba o no tú descubres un tatuaje en su brazo y todo se para, sin conocerlo de nada te imaginas al crío que siempre sospechaste que era mayor que tú sentado en su cama, probablemente después de discutir con su pareja, sacando los pies de los patines oscuros que llevaba y calzándose unas Converse de imitación. El mismo calzado que, en tu cabeza, vistió el día en que una aguja atravesó muchas veces y muy rápido su piel hasta pintar aquella forma. Y ahí lo ves, tumbado en una camilla, su brazo sujeto por las manos que visten guantes blancos de látex, a través de una cristalera que muestra pendientes y motivos del Pacífico sur, iluminada por neones, con la puerta a la izquierda.

Pa. Ese segundo termina y ya os habéis cruzado y no pierdes más tiempo en imaginar cómo habría sido la vida de ese desconocido por quien, realmente, no tienes tampoco cariño alguno, pero le has dedicado ese esfuerzo instantáneo, él no sabe nada de ti tampoco, no sabe ni qué has imaginado si es que has pensado algo y mucho menos sospecha que alguien terminará escribiendo sobre ello. Y tu cabecita tampoco le da importancia. Y sigues caminando aunque sólo te hayas desplazado un par de metros en todo este proceso. Vuelves a los Dalek, al No te quieres enterar, a los Beach Boys, a que la silla de esa tienda de muebles modernos es una imitación tosca de aquella cuadradota de Le Corbusier y a que la dependienta que está recogiendo una lámpara no ha tenido su mejor día al hacerse esa trenza de serpiente en la melena. Feliz cumpleaños.

Visto en: Suiza, mediados de siglo.

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El encanto de los guantes para conducir

Los que me conocéis (ahm, a estas alturas apostareía que todos) sabéis que me acerco al mundo del automovilismo y ‘la moto’ más desde un punto de vista romántico y clásico que meramente funcional: ir de un lugar a otro, es decir, ir de un lugar a otro pero intentando que sea de la manera más lovely que se pueda y tildando de soso de los cojones a cualquier otro que no lo vea así.

Bien, pues no sólo sigo igual, ahora me han solicitado que vaya un pasito más. Preparando el examen de circulación del carnet A2 (última de las tres pruebas) el profesor se extrañó de que la moto se calase al ir a parar de manera que me pidió que condujera sin guantes o probase con unos más finos a ver si era eso o el propio vehículo. La moto está en el taller por un problema con el embrague y yo salí con una idea que había tenido en la cabeza desde hacía años (probablemente antes de conducir coches) y que inexplicablemente se había quedado oculta en una caja hasta este instante: hacerme con unos guantes para conducir. Sé que suena extravagante pero voy a hacer hincapié en que es algo de lo más natural, más aún si, como decía, tenemos una idea romántica y bobalicona acerca de máquinas de más de una tonelada que mal usadas matan a gente. La cajita que se encuentra frente al copiloto se llama guantera por algo, glovebox.

Afortunadamente para mi enfermizo ego, tras la película Drive sólo la chaqueta hortera se ha puesto de moda entre los hipsters, pasando desapercibido el detalle preciosista de la conducción de Ryan Gosling con el corte clásico de este tipo de guantes, ese que incluye un agujero justo en el dorso de la mano además de los orificios para los nudillos. Será cosa de Meteoro, que me esforcé en dejarlo grabado en la retina. Y eso que, yo, no soporto llevar guantes. Nunca me ha gustado y no creo que nunca me guste. En invierno, si hace frío, me cruzo de brazos con las manos cerradas muy fuerte o meto las manos y buena parte de la muñeca en los bolsillos tirando hacia abajo del pantalón, pero en una moto no soy tan gilipollas como para no tener miedo de caerme y rozarme hasta sangrar.

Los guantes de moto, así como toda la ingente cantidad de ropa y accesorios para motoristas es cualquier cosa menos elegante. Es práctica porque está pensada para un fin que cumple bastante bien: abriga y protege, pero sus colores chillones escogidos para mejorar la visibilidad del piloto raras veces resultan apetecibles al ojo, apenas las dos o tres ocasiones que ponen a un famoso a vender algo (Ewan McGregor. Siempre.), que no es reflejo de la realidad. Algo similar sucede con los cascos sólo que, al contrario, la sobriedad y la falta de dibujos y colores absurdos hace que se coticen menos y su precio baje considerablemente siendo idéntico modelo. Gracias.

Jinba ittai

Como era de esperar yo ya me he puesto en la búsqueda de unos guantes que me permitan circular en ambos vehículos a sabiendas de que, por mucho que se empeñe el personaje de Ryan, conducir un coche con guantes sólo queda bonito si éste es descapotable. Unos que no resulten muy cantosos mientras circulo, que me protejan la mano en caso de accidente y que no me causen mucho calor. Muy probablemente los ELMA de ciervo. Muy a juego con un casco Ruby y gafas.

Visto en: Le Mans. Por ejemplo.