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Lagarto

La tienda de ultracongelados que estaba al otro lado del Leizarán

Era yo un crío y ni idea de si aún existe, pero me fascinaba. Más que un Toys «Ð¯» Us, con la erre volteada y todo. Calidad, oiga. Imaginad un establecimiento con una puerta transparente enorme, de esas que se abren cuando te aproximas, eso que sólo tenían algunos Eroskis. Fantasía de tecnología. Imaginad la de luz que entraba más la que producían aquellos enormes fluorescentes de luz blanquísima, de impolutos fotones vestidos de gala, con chaqué, sombrero de copa, bastón y monóculo. Una proyección de luz sólo comparable a lo que Hollywood nos intenta hacer creer que es la pulcritud del cielo, la tranquilidad que supone la paz eterna por encima de las posesiones físicas. El blanco. Luz y claridad en una tienda que, como no podía ser de otra manera, siempre estaba fría. Un frío que te inmovilizaba al principio, al entrar, y que enseguida convertías en calidez cuando veías la ingente cantidad de productos ofertados. Siempre. Con lluvia, sol, nieve, truenos o niebla. Siempre tenías todo. Eso era lo que captaba mi atención en cada ocasión que entraba allí. Nunca faltaba nada. Desde verduras congeladas, croissants o churros congelados, empanadillas congeladas, pescados congelados, pan congelado… Tenía todo lo que una persona pudiera necesitar de llevarse a la boca, sea cual sea la estación. No entendía para qué ir a otras tiendas si ahí mismo se podía comprar lo necesario y luego, en casa, descongelarlo. La panacea alimentaria, ni pastillas de astronauta ni zumos en polvo. Todo allí, sempiterno local a los pies del primer edificio que te encontrabas cuando cruzabas el río saliendo de las vías.

No me preguntéis porqué absurdo motivo me ha venido precisamente hoy a la cabeza esta entrañable tiendecita que, viéndolo con perspectiva, vendía productos para cocineros (como yo) que prefieren tirar de congelador lleno antes de ir diariamente al mercado a por cositas frescas que cocinar. Será cosa de mimo. No lo sé. Han llamado al timbre de la memoria y he abierto sin mirar quién era. En cierto modo me ha parecido, de repente, que esa tienda es una farsa a la altura de la ONU, pero sin presidentes sacados de gigantografía de Benetton. Todo apariencia. ¿Quién va a preferir un croissant descongelado antes que uno recién hecho de verdad? Supongo que sólo un niño pecoso y delgado (por aquél entonces) escogería la propuesta de ciencia ficción embolsada. Carece de encanto, como un gato atropellado en mitad de carretera, sí, es un gato, pero hey… No requiere ningún esfuerzo, si la tienda era tan resultona era precisamente porque la mercancía apenas requería mantenimiento, vigilar el termostato. Nada de poner las manzanas verdes y brillantes, las más vistosas, en el huequito que ilumina el sol todas las mañanas haciéndolas brillar con naturalidad. Todo eran fuegos de artificio, baratos, vendidos al vatio. Menos misterio que comenzar una absurda guerra verbal sobre los delanteros de la selección española, tan candente.

Visto en: Guipúzcoa.

2 respuestas a «La tienda de ultracongelados que estaba al otro lado del Leizarán»

Me pirran las tiendas de ultracongelados. Especialmente la zona donde tienen las verduras ahí sueltas y te las pones en bolsas como si fuera una tienda de gominolas.

No me gustan las tiendas de gominolas, por cierto.

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