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Lagarto

Shima, el perro del diablo que se llamaba Otto

Una de recuerdos del ayer, que eso triunfa mucho en internet y no me obliga a pensar. Corría la primavera (como ahora) de segundo de la ESO y decidimos, entre varios amigos, preparar una merienda en un parque bastante alejado de todo, enfrente de una urbanización, a unos 5 kilómetros de la casa del amigo más cercano, en un pinar. Justo al lado de un balneario centenario precioso (sitio en Flash 100% y con ruiditos) más unos edificios antiguos y abandonados alrededor. Ya lo habíamos hecho más veces y nos conocíamos la zona palmo a palmo. Había unas castas y un campo de tierra con una encina en el círculo central, naturaleza a tope.

Nos gustaba ir allí porque el carril bici, bordeando una carretera comarcal, era nuevo y casi intransitado. Todo para nosotros. No sabría decir muy bien por qué pero nos juntamos todos con bicis más o menos nuevas. Calculo que se nos fueron rompiendo las que nos regalaron por las comuniones y todos tuvimos a bien rogar a nuestros padres por otra nueva. Era una gozada. Yo, que lloré mucho, conseguí una con amortiguación en la rueda delantera y en el cuadro, además le coloqué un velocímetro con cuentakilómetros y tal. Una pasada de bici que ahora debe andar colgada en el garage cubierta por un plástico. Una de las características del camino, aparte de ser nuevo, es que no era precisamente llano y solía haber cuestecillas, una de ellas, la que dejaba justo en la entrada del pinar, era la más larga. No éramos grandes deportistas pero subíamos esa cuesta como si nos fuese la vida en ello porque la bajada merecía mucho la pena. Una recta que terminaba con una curva a la izquierda bastante peligrosa (que en alguna ocasión ya nos comimos y terminamos en una plantación de remolacha). Más de 45km/h. Sin ningún tipo de protección, con coches a un lado y peatones al otro. Qué sensación. Qué adrenalina… Qué frenos. Una mezcla de miedo, orgullo y precisión que se convertía en un cocktail muy sabroso.

Y llegamos allí. Uno llevaba las CocaColas, que terminaban calientes y nadie las quería, otro las patatas fritas, que llegaban rotas en la bolsa, otro el agua, algún bocata… Y un balón, por supuesto. Se nos juntó un perro, que estaba jugando con un carnero muerto, de verdad, pintorrojeado (la pieza estaba más o menos entera). La zona por donde estaba el bicho estaba quemada y había alguna vela por ahí. Así que nada, nosotros valientes, a jugar con el perro del rito satánico como unos campeones. Que esto me pasa ahora, puto acojonado, y hago que se presenten los Nacionales, los de Inteligencia y toda la comitiva de reporteros de Telecinco, ¡hombre no! Pero joder, un perrete aprovechándose de los restos de una fiesta de un grupo de chalados, nos parecía grandioso. Era un pastor belga, pero no negro, que ya nos hubiera asustado un tanto más, creo yo.

Se encaprichó de nuestra pelota pero no tuvo intención de morderla, eso nos pareció raro, nos terminamos encaprichando de él. Cuando empezamos a recoger para marcharnos ya nos extrañamos que nadie hubiese pasado a buscar al chucho o que él mismo no hubiese vuelto a su casa. De cualquier forma, mochilas vacías y vuelta a casa calculando que todavía quedaban un par de horitas de luz. El perro nos seguía. Era raro. Estaba bien alimentado (apenas mordisqueó al carnero y a nosotros no nos pidió comida de forma insistente) parecía sano y hasta limpio, no era un perro abandonado o callejero. Y si no era de nadie es que se había perdido y automáticamente era nuestro. Ya está.

Total, ya le habíamos cogido cariño. Le faltaba un nombre y aparte de las típicas paridas más o menos graciosas, alguna frikada fuera de tiesto y nombres de chicas de nuestra clase (sabiendo que era macho) terminamos llamándolo Shima. Un nombre precioso que tiene un origen de lo más curioso. Bueno, no, lo sacamos de Shimano, los de los componentes de las bicis, pero como era muy largo lo dejamos en Shima. Y juraría que el tío entendía cuando le llamábamos por el nombre que le acabábamos de poner. A todo el que nos cruzamos le preguntamos por el perro, si era suyo, si le sonaba, si lo había visto… Nadie nos dijo nada porque ni eran de la zona. Así que tocaba crear nuevo plan, ir a una Comisaría a ver si tiene chip. Prometo que estábamos convencidos de que era lo mejor y que nuestro deber en la vida era proteger ese puto perro y hacer por él todo lo que estuviera en nuestras manos, como si terminábamos haciéndole una casita. Nos parecía una idea cojonuda. Y eso que hicimos. Un buen rato después, y con un cansancio notable, llegamos a una Comisaria, los seis y el perro, nos metemos con una decisión que ahora mismo no tendría ni de coña y nos plantamos delante de una mesa y a ver qué podían hacer por nosotros. Les explicamos un poco todo lo que habíamos vivido (dando vital importancia al dato de dónde habíamos sacado el nombre, que nos parecía genial) y que, por favor, miraran a ver si estaba fichado. No, no lo estaba. Vino un veterinario y todo. «Anda… y ahora qué hacemos». Está claro: perro perdido, no tiene chip, nadie ha puesto una denuncia de ningún tipo… a la perrera a esperar que lo reclamen. Me pasa mucho. No podíamos permitir tal cosa. Llamamos a nuestros padres desde la comisaría (imaginad la conversación, «Hola mamá, soy yo, estoy con la policía») haciendo gasto de las arcas del estado porque aunque algunos ya tenían móvil (creo que yo aún no) no lo llevaban por ahí por si se les perdía. Sí, ya, los niños de esa edad ahora follan y son los amos del Tuenti, pero antes con hablar un rato por el MSN a partir de las 6 de la tarde y rezando para que no llamara nadie a casa ya nos creíamos mayores. A ver si alguien se quedaba con el chucho (los municipales ya estaban hasta los cojones de nosotros). Al final, como la lógica manda, nuestros padres sólo querían sacarnos de allí lo antes posible y nosotros quedarnos con Shima. Donde hay patrón no manda marinero.

El lunes siguiente a ese fin de semana comentamos en corrillo qué podría haber sido del perro. Una compañera nos escuchó y dijo algo así como que era temporada de pérdida de perros, se habría abierto la veda o algo. Había perdido el suyo, había hecho unos carteles (de esos predefinidos que traía Publisher 97) con una foto del animal jugando con ella y un número de teléfono. Todos flipamos al ver que se trataba de Shima y le contamos todo lo que nos pasó, por lo visto ella vivía en aquella urbanización y debieron celebrar un cumpleaños por lo que estuvo entrando y saliendo mucha gente de su finca y nadie se acordó de Otto, que así ponía en el folio.

Nos echó la bronca por haber escogido un nombre tan feo como Shima pero conseguimos permiso de los profesores para irnos de clase, volver a la comisaría y cerrar el caso (además en ese plan, «Vosotros no tenéis ni idea, tragadonuts») y al poco rato trajeron al perro de vuelta. Sólo le hizo caso a ella el muy mamón.

Sus padres nos invitaron a comer el sábado siguiente. No fuimos ninguno.

Visto en: «El pinar».

4 respuestas a «Shima, el perro del diablo que se llamaba Otto»

Manda huevos que casualidad. La chica vería el cielo. Se me pierde el perro y aparece al día siguiente unos amigos comentando que lo han encontrado y blablabla y… y va, a mi estas cosas no me pasa porque tiene la cartilla en regla, con chip y todo. ¿Cómo se puede ir por esta vida sin ponerle chip al perro? ¡Ojalá les multen! Pobre perro.

Y un momento veterinario después… lo de la cuesta era parecido sólo que en triciclos, que es menos rápido pero más estilo Mario Kart. PrimoJuan siempre se comía el seto. Y sí, tenemos un primo al que llamamos PrimoJuan, como una sola palabra, porque de pequeño se picaba. A mi me dicen BeaBea por lo mismo.

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