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Lagarto Música Pensando en alto

Vinilos y surcos mentales

Desde hace semanas estoy realmente obsesionado con el trabajo de Dieter Rams y la culpa es de las entrevistas a Erik Spiekermann y la trilogía filmográfica firmada por Gary Hustwit (mientras espero que alguien suba a Demonoid el último tercio). Yo antes era una persona normal, pijotera, pero normal. De esas películas, el documental sobre Helvetica está sorprendentemente bien, la de diseño industrial comienza bien, con Rams, quien ya conocía de oídas gracias al tipógrafo ahí enlazado cuyo trabajo me ha tocado seguir y quien se declaraba fan del diseñador de Braun, y continúa ojeando por encima el trabajo de su heredero natural Jonathan Ive. Bueno, si os interesa, comprad el DVD (NANA NANA, NANA NANA, ¡BATMAN!).

Braun es una empresa que, para mí, siempre había pasado desapercibida. Sus afeitadoras me parecen (sin haberlas probado, lo que es un juicio completamente injusto) una serie B comparadas con las de Phillips. Lo poco que recuerdo son batidoras y tostadoras, nada que llame mi atención. Cuando me comencé a sumergir en el mundo de Dieter Rams (quien diseñó una serie de productos para la marca alemana en los 60 y 70 y que hoy en día sigue permitiéndose el dudosos lujo de llevar pantalones cortos y americana) me encontré con uno de los artilugios musicales más bonitos y llamativos que jamás podría haber imaginado, un tocadiscos, o giradiscos, o plato o como prefiráis llamarlo ahora. Este de la imagen es un ejemplo de uno de los modelos más sencillos del catálogo que nos dejó en herencia bajo la patente de Braun.

No es mi favorito, podemos encontrar algunos de ellos en el Tumblr que le han montado (no todo son gatitos ni líderes coreano en ese portal, afortunadamente) y me encantan. Tanto como para haber buscado ya algún modelo asequible de segunda mano. Releed la frase anterior, omitid lo de asequible, continuad con el post. Lo retro se paga mejor que lo nuevo a estrenar, tanto es así que el iPod de 30GB cuya pantalla tiene unos arañazos y la clavija del Jack sigue estropeada va a serme más rentable que un plan de pensiones. Calculo que en 2030 lo podré vender por medio millón de gigaeurólares. Recuerdo con cariño el episodio de Cowboy Bebop en el que se las ven y se las desean para encontrar un reproductor de vídeo Beta, Habla como un niño.

Este año no he escrito lista, no hace falta, no dejo de pedir, soy el capitalismo personificado. No compro nada por motivos meramente económicos, no si me hace falta o no, simplemente porque no lo puedo pagar. Pero joder, os aseguro que, de ser rico, no sería uno de esos horteras que se compran un Hummer y camisas de firmas exclusivas que no saben conjuntar. Sería de agradecer.

¿Y a qué viene esta paranoia sonora aderezada con una pequeña introducción al diseño industrial? Simple. Me he encontrado por ahí a la venta en una tienda con el vinilo de Band of Joy, junto con unas reediciones de Metallica, he recordado la colección de mi padre (las discografías completas de King Crimson, Led Zeppelin, Pink Floyd… ahm… Emerson, Lake & Palmer, Yes, por supuesto, algo suelto de Simon & Garfunkel… Deep Purple… joder, así he salido yo, ya sabéis). Y la música digitalizada está bien, un .mp3 guarro o los 256kbps de Spotify Premium en el bus que pagas religiosamente profeses la religión que sea. Es muy cómodo, no tienes que pensar en qué disco está grabado tal o cual tema o si era de este o aquél artista porque, en la mayoría de los casos, buscas la canción y ahí está, inmediatamente, como magia. Y joder, está genial, es un puto inventazo, inapelable.

Ahora. Llegas a casa, ¿vale? A tu casa, tú solo, o mejor, te espera tu pareja que ha salido algo antes que de costumbre o no ha pillado tanto tráfico. Y vas a la estantería, selecciones con precisión el vinilo que contiene los singles de Gorillaz, pinchas la aguja, suena ese característico «Gsh…», giras la ruleta del amplificador y vas a la cocina, preparas algo fácil de cena al ritmo que marca el ex-componente de los grandes The Clash que acompañan al de Blur. Tu novia [imaginaria] sonríe con ese «I’m happy!». Y sí, sería prácticamente igual si conectásemos nuestro teléfono súperinteligente a un altavoz o una microcadena. Pero es que toca cenar y coges dos putas velas y regulas la intesidad de la luz y suena una una guitarra con acordes de sobra conocidos y es ella quien se lanza con «Di, diriririri, and here’s to you, Mrs. Robinson!» cuando tú aún estás bajando la tapa del plato y le devuelves la sonrisa que antes te había regalado. Giras el dial para bajar el volumen sintiéndote el mejor pincha de la historia de la música popular y cuando te quieres dar cuenta el condor ha pasado y estás disfrutando del puto mejor risotto que jamás hubieras imaginado siquiera degustar. ¡Joder!

Visto en: Fantasías de aguja con punta de diamante.

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Pensando en alto

Rapsodia de un Hércules olvidado

Jingle all the way. Y qué tipico en Navidad es llevar a los críos al circo, al cine o a donde les apetezca mientras pasean. Por eso emplazan las ferias en vistosos rincones que llaman la atención del ojo del niño, con su pelo revuelto, la bufanda de lana y una piruleta enorme en la mano.

Tiovivos, norias, artículos de broma. Niebla, chocolate caliente. Luces, muchas luces de colores que se cuelan entre la iluminación naranja que entristece las avenidas. Música en la calle, «A Belén, pastores». Prisas, sonrisas, «No importa, por 10 euros más no nos vamos a andar complicando, tiene el capricho». Paquetes, papeles, ojos fascinados que saltan de un regalo a otro, de un escaparate a otro. Ay, los niños. Todo por los putos críos. Como montar en las atracciones de pega.

Disney wannabe

Enfrente de la oficina han montado un «Tren de la bruja», o como lo llaméis en vuestro barrio, con todos los elementos kitsch que la mentalidad de un infante puede asumir, «Un mundo ideal, un mundo en el que tú y yo podamos decidir cómo vivir sin nadie que lo impida». Y venid, que yo os quiero mostrar ese fantástico mundo. Desde el punto de vista de un pequeñajo como yo he sido (y recuerdo) y desde el mío propio actualmente (como en el momento en el que hice la foto). No cuela. Ese es el resumen. Si tienes 3 años sí, porque tus padres te cogen de la mano con todo el cariño de su corazón, porque son personas que te quieren y desean lo mejor para ti y para tus hermanos si tienes, que quieren protegerte y están dispuestos a ridiculizarse para que veas a los personajes más reconocibles de la infancia. Es cierto que ahora Rayo McQueen se identifica antes que Bambi o Mudito, pero obviemos el salto generacional. De crío, la primera vez hasta lo disfrutas, hay tantas cosas en las que fijarte que ese [naturalmente] cíclico recorrido termina siendo escaso, tu curiosidad insaciable pide más vueltas, memorizarlo todo, asombrarse y añadir a los ojos marrones del niño más bonito del mundo ese brillo especial que no se paga con dinero (dejamos de lado el precio de la entrada, por favor, seguidme el juego).

Esa fijación tan exquisita favorece que el despierto chaval vea ese mismo tren con ojos de escepticismo la siguiente vez. «¿Por qué mis papás dicen que Eurodisney es inaccesible si hay atracciones como esta con relativa frecuencia?, ¿por qué los ojos de ese Pinocho no son exactamente iguales que los que aparecen en toda la película?, ¿y aquella Daisy con ese vestido?». En efecto. Y los niños no son tontos, se dan cuenta, pero joder, el viaje aún les resulta divertido, montemos de nuevo. Y si los enanos se pispan, obviamente, los adultos (que fueron esos niños) también.

¿Entonces, más de un mes sin actualizar esto y te marcas esta entrada mediocre? Sí. Buenas noches. Es broma. Ahora llega lo mejor. El artista. Desconozco el origen de los feriantes y, por supuesto, cómo una persona llega a dedicarse recorrer el mundo con una atracción así, ir solicitando permisos municipales y montando y desmontando su puesto de trabajo llueva o truene. La única explicación que quiero ver es la de la herencia, que lo ha hecho tu abuelo, posteriormente tu padre y tú crees que ya no sabes hacer otra cosa. No sé hasta qué punto se ve lo deprimente de mi pensamiento. Cuando estuve en primaria compartí clase con un niño asiático, apenas fueron tres semanas, no recuerdo ni su nombre. Sus padres vivían y trabajaban en un circo. Allí se conocieron y allí decidieron hacer su vida. Como consecuencia, este chaval iba rotando de colegio en colegio acorde con los lugares donde se estableciera el circo en cuestión. Aunque la materia en todas partes era en teoría idéntica, ni un profesor considera que todos los textos lectivos tienen la misma importancia ni lo intenta enseñar en el mismo orden que todos los demás. Por mucho empeño que pusiera aquél jovenzuelo comprendo que su mejor salida fuera no salir, permanecer en la farándula más sacrificada. No me gusta en circo.

Una de estas personas, un «Trotamundos Cum Laude», y quien más cariño consigue que le profese y, sin duda, quien hace que esta entrada tenga sentido, es la persona encargada de pintar las atracciones. Comentaba líneas arriba las notables diferencias entre los artistas de la compañía de animación más importante de la historia y los dibujos resultantes e inconexos que encontramos en una atracción así. Por supuesto, eso sin entrar en temas de licencias y derechos que, supongo, se incumplirán y quedarán impunes.

Imaginad, por favor, la vida de esta persona. Supongamos que es varón, con familia. Una persona que, de pequeño, soñaba con ser artista, un fuera de serie, un genio de la pintura, un Dalí, un Velazquez, Sorolla, gritar con Munch y besar a Klimt. Su carrera, que nunca llegó a ser prometedora, se tuerce. Podía terminar en un taller pintando sirenas voluptuosas en las puertas de los camiones, haciendo murales publicitarios o cambiar radicalmente de empleo para perdonarnos la vida participando en un insufrible y doloroso anuncio de Media Markt. En esta miseria un amigo de un amigo suyo que nunca le cayó muy bien le propone crear una composición para un proyecto que está empezando, este amasijo visual termina convirtiéndose en un portmanteau gráfico plagiando a otros aderezando la mezcla de la masa con un ligero toque personal. Y a vivir, en esa tristeza de esperar a que otro conocido decida pedirte un favor porque le harás precio de amigo. Mientras tu hijo te mira con desaprobación porque entiende que lo que haces es robar el trabajo de otro. Un puto drama, de esos de los que se nutre el cine patrio, con chonis (y su perenne chicle en la boca) que aspiran a trabajar en un supermercado y llaman «ricas de mierda» a las empleadas del Corte Inglés que pueden costearse un VW Polo con el que irse de vacaciones al Sur de Francia o una cena con su novio, encargado de una librería especializada en viajes. Sin drogas.

Quien deja el pabellón realmente alto no ha salido al escenario todavía, es el héroe de todos los grafiteros de atracciones, el fulano que escribe frases sin sentido y las atribuye a famosos que da igual que no se parezcan. Hay una diferencia enorme con el primer caso. Antes, si el niño no reconocía instantáneamente a Hércules, todo el sistema se tambaleaba, y daba igual que debajo pusiera Hércules, Heracles o José David, porque al niño le daría igual. Sin embargo, una vez que esa personita aprende lo de la eme con a: ma, la cosa cambia. Porque empezará a conocer y a identificar a personajes famosos (más allá del rey en las monedas). Por eso hay una persona encargada de pintar a Michael Jackson junto un bocadillo de habla que rece «¡Nunca he girado tanto como en el saltamontes manco!». De lejos no es más que una persona con sombrero y guantes, cuando te arrimas a ver qué nos quieren hacer creer que dice ese dibujo intentamos adivinar quién es y finalmente leemos lo de Jaco. Luego nos pasa igual con un pobre Marlon Brando extrañamente hinchado que, por el traje, debíamos suponer que intentaron sacar del Padrino.
Una persona sin preocupación. «Ceci n’est pas une pipe» decía nuestro compañero Magritte. «Esto no es Marlon Brando», parece querer pintar realmente el despreocupado artista callejero que llegó a donde está por error, porque él quería pasar sus horas en una oficina pero su vida se torció con el divorcio de sus padres y unas malas influencias.

Visto en: Plaza de Zorrilla.

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Lagarto Pensando en alto

Viajar solo

Toc, toc, ¿se puede? Bueno, paso, ¿eh? ¿Hola? Creo que me sentaré ahí. Verá, eh… a ver, me he enterado que voy a tener puente en diciembre, el de la Constitución y tal, ya sabe, y bueno, he estado preguntando por ahí qué hacer, porque me gustaría ir a algún sitio, sí, ya entiende, «siempre quise ir a L.A., dejar algún día esta ciudad, cruzar el mar en tu compañía». Pero nada, no hay manera, no hay opción de que nadie pueda acoplarse a mis planes, por dinero, por trabajo o por estudios. Y es, digamos, un puto asco.

Pasajero esperando al tren

He estado mirando en internet, ¿sabe? Hay bastante información sobre viajar solo. Casi todo, usted disculpe, son gilipolleces para solteros y, sobretodo por lo que he visto, solteras desesperados por pillar cacho en vacaciones: cruceros, escapadas románticas con desconocidos. Sí, un espectáculo en el que no quiero participar. No me atrae, no me motiva, me resulta bastante deprimente, ¿no lo ve así? No, espere, deje que me explique. Sí, a ver, yo no soy (aún) un desquiciado pasteloso exasperante que aspira a pasar su vida con alguien siempre que se alguien se cruce ya mismo en su camino. Por dios, es que es demencial. No quiero tener nada que ver con eso. Entonces, bueno, ¿por qué no me voy yo solo por mi cuenta? Principalmente, sí, ¿cómo dice? sí, sí, yo mismo respondo, principalmente porque no me llama la atención esa idea. En un viaje compartes experiencias, ¿qué sentido tiene visitar un lugar si al final del día no tienes a ningún compañero de aventuras con quien hablar de ello? No me va el rollo mochilero, triste trotamundos, no, de verdad que no lo veo. ¿Es normal?

¿Qué hago yo en medio de Londres, o Berlín o Katmandú más solo que la una? Fuera bromas, lo de Katmandú lo veo, pero por tonterías esotéricas más propias de aventuras de Corto Maltés y su Samarkanda literaria. Tendría sentido si fuera por algún motivo que justifique todo y no diera opción ni espacio a duda alguna, como una mudanza o un asunto laboral, pero por favor, hablamos de turismo, ¡yo solo! Todo para aprovechar unas vacaciones largas. ¿Usted lo ha hecho alguna vez? Oh, no, no me mire así, seguro que conoce a alguien pirado… ¿eh? sí, vale, aparte de mí, pero no es el caso, decía, fijo que conoce de casos de algún tarado que se ha atado una sudadera Reebok a la cintura y se ha plantado el solito con una vieja Kodak a recorrerse el mundo en un fin de semana.

Sólo le pido que comprenda mi miedo, que yo estaría encantado de curiosear a mi aire por Forbidden Planet o no pensármelo dos veces a la hora de comprar la mayor pijada y horterada imaginable únicamente porque no hay ningún otro cerebro cercano que pueda juzgarme o reprocharme nada. Pero seamos caudillos, ¿qué?, oh, vamos, era un chiste, ¿sí?, no me joda, gilipollas ñoño, sí, ¿y?, no hay huevos, pues no se ría, que vale… A lo que iba, subnormal, que, por ejemplo, sin un colega a mano que haga un sutil gesto con la cabeza para informar del rubiazo monumento que nos vamos a cruzar, creo que los viajes no me gustan. Pesado, que sí, que ya sé que existe gente que se hace el Camino de Santiago por su cuenta y riesgo, pero yo para eso pago 200 dólares al día y me voy a Bután, al Monasterio del Tigre, a rezar en un acantilado. No busco paz interior, ni expiar mis pecados, ni encontrarme a mí mismo, ni probar sustancias raras. Quiero irme, por ahí, de normal, conocer otros lugares, y no sé si hacerlo yo solito o dedicar esos días a arrepentirme y convencerme de que he tomado una decisión correcta, sea cual sea, mientras me entretengo con otra actividad. Cerdo, pero sí, eso por ejemplo.

Y bueno, no ha dicho nada, ¿qué me recomienda? ¿Debería volverme aún más loco y lanzar un dardo a un mapa para conocer mi nuevo destino? ¿Perdón? Ah, no, no, era una forma de ha… Sí, Ryanair, por ejemplo, bueno, ¿qué más da? Que si hago la mochila, vamos. ¿Lo está apuntando todo? No, no, no me diga eso de que se ha terminado mi turno porque… eh, ¡espere!, ¡cretino!

Visto en: Psicotravel.

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Lagarto Pensando en alto

Punica granatum

Soy el peor devorador de granadas del mundo. Pero me encantan y es temporada. En casa tenemos un granado (el compositor no, su bisnieto mago que conozco en persona y que durante un tiempo vivió en mi cuarto tampoco) y, cosas de la naturaleza, ha dado granadas. Deliciosas. Excepto dos, que eran las más bonitas por fuera. Una bella metáfora de la vida, ¿no? La típica guapa de postín que resulta estar podrida por dentro, ¿no? Rodeada de otras muchas chicas del montón pero que guardan un interior asombroso, ¿no? Ya sé que a nadie le gusta esta coletilla, ¿no?

Granada abierta con granos esparcidos

Es un fruto espectacular. Maravilloso. La granada es la quintaesencia del packaging en la naturaleza. Es el puto no va más del mundo del empaquetado. El hecho de tener una hermana [que me quiere] diseñadora es que te hace estudiar este tipo de materias (que de lejos son gilipolleces pero desde dentro asustan al más Norris de nosotros). ¿Hay algo en el mundo que venga mejor envuelto que los granos de una granada? Suena a pregunta chorra de monólogo del Club de la «Comedia». Pero lo cuestiono sinceramente, el recubrimiento, la protección y el envase de su manjar es una joya al alcance de pocas frutas y mucho menos, empresas. Una plátano, por ejemplo, la piel del plátano lo protege pero se reblandece con facilidad y el extremo que separa la pieza del tallo es particularmente blando. No se puede comparar. Aparte, la forma del árbol y, por supuesto, las flores, son estéticamente más llamativos en el caso del granado.

La granada es una fruta inteligente. Extremadamente inteligente. Intenta esparcir sus semillas para que sobreviva la especie (más granados) y vamos que lo consigue. He comenzado diciendo que soy una pésima persona comiendo granadas. «Una pésima» no, la peor. Las semillas de las granadas, los granos, en mi caso, menos en un plato o en mi aparato digestivo terminan en todas partes, ¡el sistema funciona a la perfección! Es cierto que aún no he visto a absolutamente nadie capaz de comer todos los granos de una pieza de estas frutas (alguno siempre se va de excursión). Mi caso es más alarmante. Quiero decir, si dejamos a un invidente enfermo de Parkinson haciendo equilibrios encima de una pelota grande de goma cortando el pelo a un Terrier os aseguro que ese perro tendrás más posibilidades de ganar un concurso de belleza canina que yo de comerme más de la mitad de los granos de una granada. Y, lo mejor, aunque sólo tuviera una tijera de jardín de infancia que apenas corta papel de escaso gramaje, tardaría menos que yo con mi tarea, a la que puedo dedicar, fácilmente, veinte minutos, como un señor (un señor inútil, pero un señor). Hay a quien esto le da pena (no yo, dan por hecho que no hay solución si dejamos de lado el encierro psiquiátrico, lo de desperdiciar esos granos) y me mira con odio. «¡Estás malgastando recursos naturales!». No va a acabar muy bien este post pero ese tema del aprovechamiento me la sopla. A mí me gustan las granadas, con lo que ello conlleva para el fruto y las manchas del suelo.

Visto en: Wikipedia, que yo ni idea de cuál era el nombre científico de la frambuesa. Ah, ni del granado.

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La percepción de los objetos según su poseedor

O de la estúpida manía de los humanos de ser humanos. Y no piedras. O árboles. O cascadas que van a dar a una playa frondosa de verdor como los ojos de la chica con la que te cruzaste ayer. No. Humanos. Repugnantes en su mayoría.

Veréis. Últimamente me han llamado materialista (y modernillo de pose). Y la primera mitad de esas cosas lo soy hasta la médula. No estoy descubriendo un nuevo mundo. A ratos no lo soy, es igual. Sigamos. Se ha despertado en mí una ligera ira, un punto de aspereza, un borde por limar o un purulento grano que alguien debe explotar cuando me he enterado de que una persona (que manda huevos pero, sin conocerlo personalmente, me causa una repulsión enorme sin que él tenga constancia de ello ni culpabilidad) conduce una Triumph. Los sujetadores no (o no es el caso, más bien), una moto.

¿Problema? Supongo que tenéis la memoria suficiente como para recordar que adoro esa marca británica (como tantas otras sólo por proceder del mismo país que Led Zeppelin o Dr Who) llamada Triumph, que desde hace década y algo se está reinventando con fuerza apostando por la calidad y el diseño, desempolvando bocetos y entrevistas con Steve McQueen. Siendo concretos la Triumph Bonneville y siendo específicos su terminado denominado T100. Desde que supe que esa persona en concreto montaba una Triumph (no exactamente de la gama clásica, según tengo entendido) siempre que veo una moto con ese sello rectangular y ese rabito alargado de la R me echo a temblar y a maldecir. No soporto a estas motos, ni a quienes las conducen, por obra y gracia de haber nacido humano. Me siento peor al reconocer que ni el vehículo ni quien lo construye tiene culpa ninguna sobre la no-relación entre esta persona y yo. Pero joder, se me crea ese incomodísimo nudo en la garganta. «Con lo que vosotras habéis representado para mí». En efecto, me siento avergonzado, traicionado y ridiculizado por una estúpida moto.

Pensadlo. Me crearía la misma sensación que si alguien intenta atracarme a punta de pistola y desenfunda una Jericho 941. «¿En serio? ¿De todos los modelos, de todas las marcas, de todos los países vas a intentar matarme con la 941 de Jericho de Israel? Por favor, roba un Winchester, compra un Colt, prometo que esperaré aquí, pero no me humilles amenazándome con esa pistola». Es lo que me faltaría. Como si todas las estúpidas posesiones (¡que no tienes!) se volvieran contra ti en un instante desalentador. Frío. Y no digo que quiera una pipa, ni que de verdad me quedaría arrodillado esperando que el sicario decorase el muro del callejón con mis entrañas. Pero le daría vueltas al tema en mi tentativa de fuga.

Supongo que lo mismo ha pasado con el Seat León, sin que Seat quisiera se ha convertido en un coche pensado para canis (motivo por el que publicita con empeño cada nueva revisión y sabor del Ibiza). En mi caso Triumph se ha convertido en una marca para gente que no me cae bien. Un día vas a por un vestido con volantes, precioso, que encaja perfectamente con los carísimos zapatos de tacón que hace mil años que no te pones. El día que te decides a comprar ese vestido aparece tu vecina, cuyo perro mea las ruedas de tu coche, vistiendo, sin pena ni gloria pero qué más da, el puto vestido que tenías entre ceja y ceja… Entre ceja y ceja. Una bala.

Visto en: Jupiter’s Travels