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Pensando en alto

Cocina y software

Que haya dos entrada en menos de un día me asusta tanto que se me aceleran las pulsaciones (de teclas). Sin querer hablar de la relatividad del tiempo ya hace casi dos años que cocino para mí, por y para mí. Casi dos años eligiendo ingredientes, comparando dificultad (facilidad, realmente) de platos y recetas, comprándome algún que otro artilugio que apenas he utilizado (tampoco nada estrambótico, no tengo pasapuré) e intentan impresionar a los compañeros de oficina (o a los cuatro monos que me siguen en Instagram). La inmediatez del móvil mató el texto largo y las cuentas PRO de Flickr.

Cocinar parece ser una tarea que todos tenemos asumido que deberemos aprender a hacer. Por subsistir o por conquistar a aquellos ojos color cerezo. Yo empecé por curiosear, continué por intentar mantener mi vida a salvo de Mc Donalds y terminaré por la mirada. Y hoy mismo me he dado cuenta de que es un proceso que ya había vivido. Cocinar es desarrollar software pero que, además, huele y sabe bien.

Hace mucho, mucho tiempo hablé del gozo que producía construir tus propias herramientas y entretenimientos (caray, van a hacer 6 años de aquello, bien) y en este caso se aplica todo ello exactamente igual. Igual. Aprender a cocinar, y me refiero a hacer cuatro chorradas pero que dos de ellas sean chorradas elegantes, como un pollo a la mostaza y miel sobre una base de puré de patatas. Y se aprende por repetición, por haber hecho saltar mucho agua de la cazuela hasta que se tiene controlado el tiempo y puedes quedarte unos siete minutos en el sofá mientras superas el récord del juego de turno. Esto es similar a cuando tenía una lista de favoritos enorme con enlaces a Stackoverflow y que releía murmurando «Ay, es verdad, siempre igual.» Hasta que deja de ser siempre.

Y está bueno. Y te gusta. Y me encantan mis platos porque son míos, del mismo modo que me encandilan mis aplicaciones web de juguete porque son mías. Coño, mis creaciones. Han salido de mí. Les he dedicado mimo. Es una gozada. Por supuesto que reviso el código de Cómo Hace (que apenas tiene año y poco) y cambiaría las tres cosas que tiene, empezando por la API de Yahoo! Weather que nos ha ido dejando tirados a todos. Pero me saca una sonrisa. Sé que la primera vez que hice unas setas me quedaron terriblemente sosas, pero es que sabían a setas (yeah, I know) y no podía estar más satisfecho.

Ahora la crítica, esa gente que dice que prefiere comer en un bar (o comida precocinada) todos los días porque el tiempo que dedican a cocinar vale más que lo que pagan por sus filetes empanados o Whoppers, no sé, esa gente que imprime tan poco mimo a algo tan trascendental como la alimentación. ¿Cómo es en su trabajo? ¿Cómo es en algo que le apasiona? Sí, a mí me gustan los programas y libros de cocina, desde cómo funciona el restaurante más pijo y exquisito del mundo a David de Jorge pasando por las barrabasadas más suculentas de América.

My kitchen corner - cottonblue

Cocinad. Quereos. Fallad, quemad sartenes, probad especias, ved Ratatouille veinte veces y derrochad aceite. Frustraos y bajad al chino a por fideos o atacad las latas de atún de la despensa. O eres un triste desangelado que no gusta del comer, o te lo vas a pasar pipa sorprendiéndote de la de platos que intentas hacer y lo rico que está tu porquería. Yo voy a ir apuntando los ingredientes para hacer galletas de chocolate. Y que no os engañen, salvo en las tiendas de muebles, una cocina debe estar desordenada, como el cajón de las pilas del salón.

Visto en: Fogones.

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Relatos cortos de tintero

Pájaros en las trenzas de serpiente

Ingresar en la San Telmo para gobernar el mundo. Mantener el brillo en la melena hasta que James Dean pierda la pose en el Spyder. Todas las Saras del mundo pendientes de una tiza blanca. Todas las monturas oscuras de las gafas que se limpian en una camiseta de Jack Daniel’s dos tallas más grande y tú. Tú, muerta de asco en la vida. Desgastando emepetrés y gifs de Lana del Rey, ‘flawless’. Y pájaros desdibujando trayectorias de colores por encima de cualquier princesa Disney. Imagino que sigue mirando a la pared aquél lobo. Un camarero en frac, secando las copas a mano no se compara en nada a una nevera portátil acomodada en el maletero de un descapotable americano que nunca condujiste. Un rayo de sol alumbra y hace destellar los cromados del parachoques. Apenas fueron 200 kilómetros en llanuras con un gran río y sin castores mordiendo troncos, haciendo diques, golpeando la presa con las colas. No, ni una sola nube, cosa extraña tanta tormenta. Siempre una sonrisa, una queja, una mirada, un golpe seco. De repente un brazo pintado, son mariposas, son revoltosas, son inquisitivas, son infinitas. Como de costumbre: paredes blancas, un gorrión apoyado en la barandilla del balcón y una copia ya avejentada de varios libros antaño prohibidos. Ahora café recién hecho en una taza de porcelana, junto a un lazo que estuvo sujeto al extremo de tu cabello. Y ojalá tener un caballo y que los vecinos no fumen y siempre a mano un abrebotellas. Cae un pétalo del florero sobre un folio donde tachaste un poema.

Una sequoia centenaria que nos dio sombra mientras fingías que tú leías. Todo en la costa opuesta a esa hermandad secreta que te pusieron. Una libreta repleta de dibujitos a pluma de troncos de árboles. Un Charlie Brown enfadado compite con Calvin por el último sandwich de Nocilla. Ruido de una bici, el ciclista con uno de esos estúpidos jerséis de portada de la Pitchfork. Y era ceniza.

Visto en: 2013.

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Lagarto

Arriba

Back in business, bitches! Y los 25 me han sentado rematadamente mal. Lo peor de cumplir un cuarto de siglo, ay, es que se te acumulan las cosas pendientes del TO-DO antes de los 30 y, además, te das cuenta con mayor pavor que el tiempo se acorta. Porque no hace nada que cumplí 20 y eso significa que dentro de nada llegará el temido deadline psicológico. En fin, todos conocéis lo que me gustan las listas. (Mira a los oyentes esperando que alguno grite «¡Y las tontas!» para poder continuar.)

Si bien no he sido realmente consecuente con, fiel a y buen amigo del tío que antes escribía aquí, sí me parece que no ha ido del todo mal. Correcto, lo sé, no ha ido exactamente como mi subconsciente me quería ver. Pero no está todo perdido si me pongo manos a la obra. Ahora bien, como todo yo, mis circunstancias han condicionado el resultado. Que es una forma ‘ortegaygassetística’ de decir que, bueno, viendo el panorama algo jodido y a mí dentro de una apacible comodidad donde no me salpicaba mucho la mierda, me bajé el cuello del abrigo de Corto Maltés y eché el amarre en el puerto un poco más de lo que hubiese debido.

Girl from the North Country

Es asombroso cómo Bob Dylan ha compuesto una canción que semánticamente viene al pelo para casi cada momento. Después de cincuenta y pico años guitarreando y soplando armónicas debe estar acostumbrado a que vayan metiendo con calzador cualquier letra, título, ritmo o acorde en todo tipo de medio. Gracias, tío. En fin: Norte.

¿Qué mierdas quiero decir con esto? Ya va, pasa las palomitas. Decía que me faltan historias. Historias de las de contar. Historias de las de sentirte orgulloso, de las de salvar niños en un incendio, de construir tu propio artilugio raro que da vueltas y sirve para[…], de despertarse en Albacete y no recordar cómo se ha llegado allí ni porqué tu amigo va disfrazado de bebé. Supongamos algo que no de vergüenza ajena y que, realmente, tampoco mucha gente realiza. Yo he escogido ir arriba. Ir al Norte. Os dejo un dibujo.

Mapa con la ruta en Google Maps

Bonito, ¿verdad? Madrid – Irún – París – Luxemburgo – Copenhague – Estocolmo – Alta (Noruega). No es exactamente la ruta que aparece en el mapa, pero sirve para quedarse con la big picture. De Malasaña al Ártico. La vuelta querría hacerla descendiendo por el oeste, así que bajaría por Oslo. Algo menos de 5000km. Para que os hagáis una idea, la Ruta 66 son 4000 y no está asfaltada como debe ser. En diez días y si no se me ha olvidado tachar ceros, 500km al día. Una cifra asequible para cualquiera de nosotros si no tuvieses un depósito de 8 litros y una velocidad máxima de algo más de 95 km/h para no quemar el motor de dos tiempos que ya ha demostrado ser capaz de todo. Ya, ya, no lo había mencionado, quiero ir con The Townshend. ¡Ahora sí es una historia para contar!

Recorro aproximadamente 15 kilómetros al día con ella, si no estoy cansado y el tráfico ayuda I elongate[d] my lift home, pero nunca me he ido ‘de ruta’ que es como los [dichosos] moteros utilizan para decir que no van de casa al trabajo y fuera del núcleo urbano. En dos ocasiones, repito, dos ocasiones, la he paseado por autovía y reconozco que disminuía mi hombría cada vez que tenía que lidiar con un camión en una de esas radiales de la capital. Ah, sí, y un par de huesos rotos con caras visitas al taller decorando el regalo. No estoy preparado aún para una aventura semejante, pero tampoco pretendo zarpar mañana. (Se atusa el cuello del abrigo de Corto Maltés.)

La tontería (o hazaña si eres un periodista que me quiera entrevistar, pon hazaña) sale por unos cuantos fajos, empezando por poner en punto la moto, que aún le quedan unos detalles, y terminando por los peajes que guían al Círculo Polar. Para que esto no quede en palabras, en tinta electrónica sobre la pantalla de un Kindle, en LEDs iluminados de un MacBook Pro Retina o uno de esos Samsung desechables, me he creado una orden en el banco para reservar en otra cuenta, automáticamente, 60€ al mes. Eso hace, en 3 añitos, 2000 y pico euros. Habría que contar intereses que eso produjera, por supuesto. Y, si queréis colaborar, me lo decís. Además, en caso de que todo este plan se vaya a pique, podré dedicar ese dinero a financiar mis caprichos de runner de manera que acentúe el hecho de rondar la treintena. Espero que haya un club privado y hagan tarjetitas.

¿Por qué al Ártico? Empecé a interesarme por Kiruna (Suecia) hace algo más de dos años, sin motivo aparente, hablé con gente que había estado y todos respondían que era una pérdida de tiempo siquiera intentar llegar allí. En verano coincidí con dos suecos empleados de Spotify y les pregunté acerca de lo mismo, aparte de la comparación necesaria entre turismo en España de sol y cerveza en la playa y la poco apetecible idea de dar de comer a renos, tampoco me animaron a ir en ningún momento. «No es tan bonito.» Después, y siguiendo con mi cabezonería, llegó Medem y aunque yo no tenía mucha idea del origen del temazo (en serio) de La Oreja de Van Gogh, marca. Lo sé, una película española y tal, pero, confiad, ésta es buena. A eso hay que sumar que ya ha habido locos con cacharros más modestos que han accedido a la parte más septentrional de Europa. Originalmente planeaba conducir hasta Mongolia, no hay explicación, pero soñé repetidas veces que después de prepararlo y partir, moría. Además de una manera absurda y al poco de salir, recién arrancada la aventura. Retomé mi interés por el frío. Acojona demasiado plantearse realizar el trayecto en invierno aunque cuentes con la postal de la aurora boreal, habrá que coger cariño al sol de medianoche. Pensad en todos los momentos mágicos que regalaré al Instagram del momento.

Estaréis echando algo en falta, ¿y la chica? ¿De verdad pretendes hacerlo sin compañía? No es algo que tenga decidido, no es algo que tenga siquiera pensado, no es algo de lo que haya hablado con nadie, no es algo que haría si tuviese pareja.

Visto en: I ride a GS scooter with my hair cut neat.

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Relatos cortos de tintero

Corredor [of a Dirty Old Man]

Acaba de comprar un pack ahorro de botellines de cerveza y no sabía qué dice ese gesto al resto del mundo de él. Suponía que era malo, suponía que era igualmente irrelevante lo que nadie pudiera llegar a imaginar, sobre él. «El litro sale bastante más barato, yo qué sé, si fuese suavizante nadie se extrañaría.» La gente que vive sola no debería beber, y la gente que bebe sola no debería vivir. Pero quién es alguien para juzgar. Si es que le sale más barato.

Hace chistes inaudibles, sobre cómo allí encima de aquél fregadero a rebosar, detrás de las cazuelas que dejó en inquilino anterior, en un agujero, vivía un hobbit. Tararea desvergonzado aquellos primeros pasajes de no sabe qué canción de los Pixies. Y escribe cuatro líneas, dibuja un bigote a la mujer del folleto de publicidad que dejaron en el buzón y habla por teléfono mientras coloca las botellitas y el resto de la compra. No sabía que al final se había llevado también aquél ridículo bote de salsa César. Se tira en la cama boca arriba, pensando a dónde iría aquél vecino. Aquél vecino. El del perro, el del otro lado del pasillo, a la izquierda saliendo del ascensor. Ese que también vive solo, con su perro, pero solo. Ese vecino que no se separa de su jersey rojo, gafas oscuras y un llavero dorado.

No sabe ni su nombre, ni cuál de esas tres de allí es su puerta. No sabe si trabaja o si algún día trabajó. No sabe ni si el perro es agradable o no. No se puede decir tampoco que el hombre se hubiese interesado por él, diría que ni tampoco por ningún otro vecino. Siempre le acompañaba un rastro extraño de olores nauseabundamente entrelazados, más fácil que fuera un quiste del perro, de esos que no levantan dos palmos del suelo. Es frío. Los vecindarios son fríos. Siempre le fue más cómodo ignorar a quienes vivían a su alrededor, igualmente fueran cálidos y sonrientes asiáticos o impávidos bielorrusos tatuados, como cualquier personaje malo de película de serie B de hace 25 años. Hace 25 años.

Los de arriba se quieren mucho. Se quieren tres veces al día, al menos. Aunque a ratos incómodo le es inevitable el acordarse de la señorita Poulain en el tejado. Sonreír cuando terminan, cuando se les oye reír y ella a veces llora. Y en la cabeza le aparecen cinco notas, doce acordes y los cipreses del delta. Ya ellos cierran sus vidas, no quieren compartir el resto: los espaguettis fríos, la pila de libros sueltos, el cargador del teléfono en el suelo. Pero, ríe, no cree que en la cabeza del vecino, detrás de las lentes de sol, bajo esa calva y en ese jersey haya habido sentimientos despertados por los golpes del cabecero en la pared de encima. Habría estado aporreando el techo, defendiendo a gritos su silencio, chocando contra sí dos tapas de sendas ollas mientras camina en círculos. O simplemente habría cogido aquél diminuto arnés marrón y habría salido, otra vez más, a la calle, cuesta arriba a ver el mundo desde su jubilada perspectiva mandando correr más al pobre bicho asfixiado.

Y se pregunta enferma y jocosamente si no sería él el asfixiado, si detrás de cada gélido saludo que comparte con el mundo no se esconde un suspiro de resquemor por una tragedia autoérotica. Un susto, un simple ‘casi’, las orejas del lobo, la vergüenza de imaginarte siendo encontrado muerto, días después, siendo comido por tu mascota inquieta y completamente desnudo. Pensamientos desviados que ayudaban a que él viese al viejo con ojos distintos cada día, siempre que de lejos le llamaba al ascensor y le decía que no esperaría, pero que ha tenido la bondad de pulsar el botón. Aquél hombre que sujeta la puerta entre suspiros de desagrado y farfulla cuando cruzas. Aquél hombre que tal vez un día hubo sido feliz. Entre caricias y almohadones, sábanas de seda. Entre risas de amigos, situaciones inverosímiles que se repetirán a cada nuevo conocido. La piel de gallina cuando el cantante alcanza y mantiene el tono de forma fascinante. La tristeza del llanto seco que produce el cerrar una maleta. La curvatura del tallo de la puta planta que ya nadie cuida. Los platos que estaba fregando cuando sonó el teléfono. El color del otro coche. Las cortinas del hospital. El mensaje en la cinta de la corona.

Se levanta de la cama para lavarse la cara. Sin muecas. Imaginarse abriendo el cajón sabiendo que no está a la vista el abridor y abrirlo para confirmar que cuesta encontrarlo. Tira dos calcetines sudados a la lavadora y abre, de hecho, una cerveza. Se pregunta si Dostoyevski hubiese escrito algo al respecto, si habría hueco en la crueldad de ‘Crimen y castigo’ para dar un marco a las ojeras de su vecino. Si hubo una princesa. Si para él habrá, si la perderá y decidirá vivir tras unas gafas de sol y dentro del jersey que tejió para él. Si bailará en las azoteas hasta que que el amanecer mire cauteloso los besos. Si es por eso por lo que este puto tipo sube siempre la cuesta cuando sale de casa. A lo mejor, pensaba, a lo mejor el viejo vecino vive amarrado a una colección de discos que ella le regaló. O a lo mejor malgasta la pensión en fideos chinos y dos chavalas que nunca se interesarán en hablar contigo mientras pagues.

Y él baja la basura con cierta esperanza de encontrarse con el vecino, con la mínima pista que le aclare algo, esforzándose en saber si se ha de ver reflejado en cada paso que da o es mejor que… ¿Qué?

Visto en: Rel #8.

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Pensando en alto

La cosita del love hotel y las escorts sonrientes

Hace unos pocos años, yo estaba a punto de cumplir 21 (y el día 30 alcanzo los 25, guiño-guiño, regaladme muchas cosas, y tal), conocí a dos escorts. Una de ellas, con la que tuve más relación posteriormente, decía que nunca se acostó ni planteaba acostarse con ningún cliente, simplemente se dedicaba a acompañarlos, sonreír, repartir tarjetas y esperar llamadas. La otra, en cambio, decía que el sexo siempre era algo habitual con los clientes. A mí me parecía un mundo fascinante porque ambas eran chicas despampanantes, con sus carreras terminadas, que leían libros antes de que Crepúsculo o Grey lo hicieran molón, mucha clase. Jamás te imaginarías que, en diferentes partes del mundo, una de ella disfrutaba del morbo de conocer a un hombre cada noche y fingir que se querían. Le ponía.

Sí, a mí me parecía fascinante de verdad. Vivo en un calle donde la prostitución es común, no se esconde, y se acepta sin mucho reparo. Pero son prostitutas que, la verdad, da pena ver e imaginarse su situación. Todo lo contrario a la élite de los cuerpos que prefieren pasearse en habitaciones de hotel de lujo, desayunando Möet y cerrando joyerías. No lo necesitan, una quería hacerse con contactos de medio mundo y otra disfrutaba de verdad. Joder, tan frío e impactante que cada traman que me contaban me hacía querer saber más y más. Puedes mantener una vida completamente normal, casta a los ojos de todos, ser esa vecina con la que todos queremos quedarnos encerrados en el ascensor, de anuncio de cerveza en la que viene a tu piso a pedirte sal, la vecina a la que nunca te atreverás a decirle si quiere bajar a tomar una caña porque pudiendo estar con cualquier tío, no se iba a molestar en mirarte mucho, y resultar querer llegar a Mónaco porque un cliente va a estrenar el nuevo yate.

A ver, la hostia, me sigue pareciendo fascinante que ese mundo esté ahí, tan cerca de nosotros y a la vez tan aparentemente lejos. Soy capaz de mirar para otro lado en cada ocasión que una mujer (porque tiene una edad) se rasca la pierna subiéndose el vestido sentada en uno de esos pivotes frente al portal. Pero no fui capaz de desengancharme de sus historias de lujo, cuernos a la mujer (que, realmente, imagino que haría lo mismo en cualquier resort cubano) o, lo mejor de todo, cuando la chica contaba que lejos del típico calvo, de edad respetable y Jaguar clásico, era frecuente encontrarse con clientes de su edad que simplemente no querían tener ninguna relación. El mismo supuesto, pero pagando, pudiendo mojar las bragas de cualquier mocita de club el tío prefiere sucumbir al morbo de poner dinero de por medio y fingir un amor con IVA aparte.

Cuando me mudé a Madrid y dedicaba tardes a conocer las calles aledañas, los barrios cercanos, su arquitectura, sus tiendas y sus ‘cómo llego a casa desde aquí sin Google Maps’ reparé en un edificio negro de Chueca que ofertaba abiertamente habitaciones para intimar y marcharse, a sus puertas circula gente proponiéndote con quién pasar el rato. La escena de Léon con Portman de niña debe ser muy turbia en el mostrador de esa recepción. Siempre que paso por allí recuerdo los comentarios sobre los love hotel que me mencionaron sobre Japón.

Sí, es conocido en occidente porque las guías de viaje lo venden como una solución de alojamiento barata, pero que te cuenten con tanto detalle lo que sucede en las habitaciones, esa sensación que no se transmite más que tocándose los dedos de la mano, haciendo ese gesto de terciopelo invisible… Ay. Me parecía tan lejano. Pero resulta que no, que llevan tiempo aquí, que hasta el que dicen que es el mejor love hotel de Barcelona (no hace falta que os grite que no conviene que abráis el enlace con los niños correteando por ahí, o el jefe asomándose por encima de su taza de café) se promociona con una certificación ISO sobre higiene que yo creo que es lo mínimo exigible en estos negocios. Lo bueno de las tonterías 2.0 es que es realmente gracioso leerse las opiniones de los clientes, probablemente consultores informáticos, supongo que en Japón será igual, vayas o no con tu pareja. Y es que yo, que soy un enamorado del amor y no se cansa de vivir en una época en la que el porno está bien iluminado y prefiere pensar que disfrutan y son felices, recibí un tortazo de realidad cuando una amiga me dijo que ojalá su novio la llevase a un espectáculo de sexo en vivo en un festival erótico. Sí, sí, no me miréis así, me he desatado un poco y esta última revelación de chicas frágiles que quieren ir a mirar cómo a otra se la clavan merece una entrada algo más cochinota (que no sabría escribir), pero ayuda a entender por qué puedo llegar a publicar una sarta de anécdotas cerdas como esta.

Visto en: Colchones.