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Relatos cortos de tintero

Mademoiselle Dupont quisiera conocer Copenhague en bicicleta

La señorita Dupont insiste en hacer la cama, «No seas vago, venga, no lleva nada.» echando una ojeada al patio interior y la escasa luz que se cuela. «¿Ves?, con estirar un poco ya está.» y se dirige a la puerta, distraída, en la mesa botellines vacíos de Pacífico y uno a medias, su bolso, una fotografía desde Igueldo a la bahía con Santa Clara y, al fondo, Urgull, afrancesado como el bulevar, las callejuelas y alegrado siempre por los bocatas del Juantxo, que Donosti es lo que tiene. Dos tickets gastados del funicular. El aire acondicionado esparce con ruido infernal un suave aroma de la ropa que está tendida en la salita, oso de Mimosín o cabritillo de Norit da igual. Busca en la nevera su botella de agua, rosa, coreando el estribillo de aquél I Think I’m Paranoid de Garbage. La Play con el disco medio fuera aún encendida, todo lo que en la vida manual alguno recomendaría.

Coqueta y atrevida se revisa en el espejo del portal. Melena oscura aquí, goma que tira a gris marengo, ese negro afeminado, allá, y la sonrisa juguetona, curiosa e hipnótica en su sitio. Tan preciosista, tan de manual, tan inquietante, tan veraz. Las gafas, de pasta fina y su, su, su, su, sus dudas infinitas salen por la puerta con la fiereza y el hambre de aquellos leones que mordisqueaban cristianos en circos romanos.

Apenas llega a la siempre concurrida Dos de Mayo y, por lo que más quieran, no disparen a esos hipsters absortos en sí mismos, uno de ellos corrige a un músico que ahora es Volgogrado lo que no hubo de invadir. Y Daoiz se pone celoso cuando se acerca y no es él quien decora el borde de sus ojos, ya la mira con reparo mientras Velarde curiosea y escudriña sus curvas y ella, cauta mas atenta, sólo desea que alguien traiga a Proust, que se lo come. Guajira, cuánto Marcelo para un solo castor.

El calor abrasa y ella, linda, baja por San Bernardo ojeando unas fotos de Ushuaia, «Y me falta un Santaolalla.» se murmura cuando casi se tropieza en el instante en que alguien más tonto y torpe le pisa sin querer los cordones color lila de sus VANS azuladas algo más desgastadas por detrás. Se apoya en el parachoques de un impoluto Jeep CJ amarillo frente al Ministerio de Justicia para atarse con doble lazada esa maraña violeta.

Continúa su paseo pizpireta, feliz en apariencia, contundente, estudiando los pilonos de la maqueta frente a ella y justificando cada decisión de materiales cuestionando los colores, encaprichándose del detalle minúsculo más absoluto y viva la divina vanidad y el consumismo por amor. La decisión excluyente, la pijotería extrema compartida y la única nube blanqueando un precioso cielo azul uniforme en el cielo del centro de Madrid que se filtra por los cristales italianos de unas RayBan de moderno, no va más. Dupont tuerce y sube por Pez sufriendo Stendhal al pensar en un aterrador futuro en el que ella es, simplemente, feliz en una redacción y hay un A380 esperando moverla por el mundo. Duomo y Panteón, torres del San Remo y Guggenheim. No sé quién habrá sido el transgresor que ha decidido ambientar The Passenger con Bartók y Bizet. Atardece en el vagón y ya son tres las cervezas que han caído, los catálogos de complementos de moda y el long-board que ha aparecido junto a la barra. Una botella de vodka con forma de calavera que se inventó un Cazafantasmas.

Y se derrumba y se emociona y se entristece y se cuelan las tinieblas apoyadas en una jarra congelada y se destruye esa fortaleza, esa mirada tiembla. Sonríe complaciente, «Que aquí no pasa nada.» e intenta alegrarte de vuelta mientras inclinas la cabeza como el vagabundo de Disney que no comprende nada a la dama. Ahora es el Alone in Tokyo de Air añadiendo intriga, exculpando mensajeros, esbozando los sollozos de madrugada.

Termina el túnel y el traqueteo acompaña la siesta del metro, si miras por la ventana de la izquierda, de nuevo, la pareja de antes esperando. El sombrero blanco del tipo del contrabajo, la misma salpicadura de sangre. Una chavala entra y mira a Dupont, lleva una camiseta de tirantes con un dibujo de Basquiat. Se cae el plano del museo. El reflejo vagamente visible con la iluminación de los fluorescentes dentro del tren es suficiente para acariciarse el pelo y colocarlo después de jugar con él. Nada peligrosa. Recogida. Tímida. Fugaz. A pesar de lo raro.

Visto en: Rel #7.

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