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Lagarto

De lo que hablo cuando hablo de correr

Sí, calla, lo sé, que sí. Hostias, que sí. De Murakami, sí. Pero a mí no me sirvió. Murakami empezó a correr porque, además de pasarse todo el día sentado, fumaba tres cajetillas de tabaco al día. 60 cigarrillos. Empezó su famoso diario de carreras y terminó disfrutando de la propia experiencia de correr.

Yo he empezado a correr y lo he abandonado un par de veces en mi vida. Ahora llevo una racha de continuar varios meses seguidos tomándomelo con cierta seriedad (si bien a veces pasan dos o tres semanas sin que me calce las deportivas, no dejo de pensar que debo hacerlo). Y yo, esta vez, no lo empecé a hacer por mera estética sino por salud mental: lo de abrir las ventanas de la cabeza y lanzar desde allí la televisión como si The Who estuviera emborrachándose en un hotel. Se ha dado una casuística que ha ayudado mucho a que pueda ser constante con esta papanatada: el punkipop y una ruta cómoda (un rectángulo de 4, 6, 8 ó 10km de longitud, según me apetezca correr). Esta mañana, siendo sábado, me he despertado antes de las 8 y me he bajado a hincar el diente al de los 10 kilómetros. He marcado un tiempo espantoso, pero tan sólo a mí me importa eso.

Hay una persona en la oficina a quien veo solamente un día a la semana, el profesor de inglés (startups, tíos, dos horas de conversación y gramática que disfruto como un enano), que me permite, por su forma de ser, tener una cercanía mucho más palpable que con otra gente. Pese a que se note un ligero salto generacional (pues es aproximadamente una década mayor que yo) nos entendemos de maravilla y hemos descubierto tener inquietudes similares; motos clásicas, viajes al sureste asiático y una repulsa muy grande por la educación. Y él, además, sale a correr con mucha frecuencia. Vale, sí, él me pule en cualquier tipo de ejercicio atlético.

La semana pasada estuve confesándole lo que vengo a explicaros aquí a vosotros: debí haber empezado a correr antes. Él, como cualquier persona, asentía sin mucho asombroso. Hasta que le expliqué qué me ha enseñado lo de hacer el gilipollas en pantalones cortos. Me ha enseñado a esforzarme. Y ahí, sí, sabía perfectamente qué iba a decir a continuación.

Cuando yo era un niño pequeño, hasta el fin de la E.S.O., aprobaba las asignaturas del cole sin casi ningún esfuerzo. En 4º, último curso, sí que noté que los resultados no eran como en los años anteriores y no di ninguna importancia a ello porque tampoco me alarmaba mucho. Pero llegó Bachiller. Dos cursos horribles, con suspensos y quebraderos de cabeza porque ahora no funcionaba nada de lo que había estado haciendo previamente. La frustración de ser una persona que apenas necesitaba leer de qué iba algo para poder bordar un examen sobre ello a convertirme en una persona simple y llanamente incapaz. Mientras, otros chavales que anteriormente parecían cenutrios y verdaderamente bobos salían adelante manteniendo la compostura. Pensad en todo ese orgullo. Lo que hacía, por no saber qué hacer, fue no hacer nada. Naturalmente yo creía que estaba estudiando más, pero no era, ni por asomo, lo suficiente. Una vez terminada esa pesadilla tuve la suerte de realizar con cierta dignidad gran parte de la carrera. Y pensé que nunca más tendría esa sensación.

Lógicamente, este peso ha vuelto. Cuando empecé a correr sufrí mucho, mis músculos gritaban y mi cara no sabía expresar otro gesto que no declarase públicamente dolor, pero, por cabezonería, me obligué a continuar un poco más ya que apenas había recorrido unos cientos de metros. Y, por descontado, la segunda mitad de ellos los hice caminando. Correr durante diez minutos seguidos parecía una labor imposible. Fui alternando canciones y calles hasta poder superar esa barrera que, si bien resulta insignificante para mí fue una auténtica hazaña: Me había esforzado. Tal vez, a fin de cuentas, lo de esos kilos de más me hayan salvado la vida.

Aprendí a esforzarme de verdad por algo, no a autoengañarme creyendo que me esfuerzo. Y esto me ha ayudado muchísimo. Es lo que los chavales que de pequeños apenas podían sumar dos y dos habían aprendido mientras yo me dedicaba a estar por ahí y esperar a que las cosas siguieran fluyendo. Pocas cosas tan peligrosas como la comodidad.
Sobra decir que ese comportamiento lo he ido arrastrando y aplicando en casi todos los aspectos de mi vida: en lugar de aprender a tocar la guitarra aprendía a defenderme con dos o tres canciones y, cuando creía que era suficiente y que me costaba mucho hacer algo más, lo abandonaba. No quería ver que no era capaz y, por tanto, no lo intentaba.

El libro de Murakami lo he leído varias veces. No es común que lea algo más de una vez. Hay libros que me han gustado muchísimo que sé que nunca releeré, como el Quijote. De Murakami ya hay dos obras que he releído, si bien este no ha sido por su calidad o por haber movido mi alma a un estado superior, ha sido porque no lo entendí, porque lo leí y salí a correr y no noté nada. Se lo presté a un amigo y todo surgió efecto en él. «Este libro ha sido una puta varita mágica que funciona con todos menos conmigo.», pensaba. Tiempo después, corriendo, lo entendí, no me gusta correr: sudas, duele, el tiempo te puede hacer volver a casa empapado, te adelanta gente a quien odias de inmediato, a los demás se les nota una cuadrícula bien marcada en el vientre…, sin embargo me gusta sentir que mejoro en algo. Y que, naturalmente, ese esfuerzo sí tiene recompensa.

Visto en: Castellana.

4 respuestas a «De lo que hablo cuando hablo de correr»

Tengo que aparecer por aquí por alusiones.

Si, alusiones. Por un lado, porque tras intentar leerlo y dejarlo a las 20 páginas, hace 2 días me llegó «De que hablo cuando hablo de correr» como lectura obligatoria de este año (ahora en papel y no en digital).
Por otro lado, porque yo también he querido comenzar a correr y lo he dejado dos veces (después de haberme gastado mas de 200 euros en ropa y zapatillas para ser un runner cool), pero a pesar de todo eso, mi correr es conducir.

Pero es que el colofón ha sido leer tu historia sobre el esfuerzo y el instituto, algo que me pasó a mí TAL CUAL. Y eso acaba de dar la vuelta a mi planteamiento sobre «correr es una gilipollez que nunca conseguiré» y piense al menos, una vez mas, que quizá debería salir y mover las piernas un poco.

La zona de comodidad, que mal tan extendido. Yo hace tiempo que ya me resigné a la rutina de una vida estable.
Craso error.
Quizás deba releer a Murakami, de cuando habla de correr. Me pasó como a ti. No me influyó lo suficiente en su momento.
De todos modos la cultura del esfuerzo está sobrevalorada, y más en este pais. Aquí funciona el nepotismo.
Pero no por mucho, espero.
Saludos.

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