Categorías
Pensando en alto

Las memorias de las vidas en los ojos de los otros

Cuando la parisina Betsy Drake le recomendaba LSD al único marido que tuvo y quien intentaría utilizar la droga (aún legal en este marco) para combatir depresiones y otros traumas psicológicos, ya había gente que habría escrito textos como éste. Y no vamos a hablar de por qué Cary Grant se divorció de ella después de ver que el ácido 25 de Hofmann no le resultaba. Podría, vamos, que me enciendo y suelto datos algo aleatorios y a veces quedo bien si termino con un guiño. Que sí, que la California de los 60 (y, me apuesto unas cañas, la actual también) molaba mucho con sus clínicas de rehabilitación y las VolksWagen T1 moviendo surferos costa arriba y costa abajo. Eran los 60. Y hasta en Europa nos crecimos entre ye-yés y Dr. Who.

Sí os voy a soltar un rollo que, forzando un poco el tema, tiene que ver con pupilas. Pero no dilatadas por los ‘tripis’. De las pupilas de los ojos de la gente que no conoces de absolutamente nada, pero de quienes te imaginas pequeños instantes de su existencia. Me explico, que no me seguís el juego. Bien, tú haces tu vida normal, con tu familia a la que quieres y a la que ves de vez en cuando, o todos los días, o nunca porque igual ni siquiera los quieres, te cruzas en el ascensor con una asiática en chandal paseando un cocker jadeante, pides vez en la frutería porque mañana viene no sé quién y pretendes tirarte el pisto de tío sano y quieres que te vea haciéndote un zumo de naranja. Saludas al autobusero, sin ganas. Levantas las cejas apenas sin mirar a la mujer de la oficina de abajo y, en definitiva, tienes tu rutina. Cómoda, desquiciante, acogedora, da igual. Vale, todos situados.

Un día esa rutina se rompe. Y haces algo que formaba parte de tu rutina anterior. Vuelves a pasar por el barrio por donde creciste, han puesto un par de semáforos y han cerrado el kiosko aquél. Ahora esa esquina es un bar. ¿Desde cuándo se puede aparcar aquí, es zona verde? Y ahora. Ahora estás. Ahora ves, después de unos meses o años, a un chaval que siempre te cruzabas, que siempre iba en patines, con quien nunca has hablado, un tío que te llamaba la atención por seguir llevando el pelo tazón. Y os miráis, y pensáis lo mismo: «Ah, hostia, el tío este, mira tú, qué tiempo». Pero no queda ahí, te fijas, con cierto descaro y ves que sin patines es mucho más bajito y que mientras él no termina de saber si a ti te queda bien la barba o no tú descubres un tatuaje en su brazo y todo se para, sin conocerlo de nada te imaginas al crío que siempre sospechaste que era mayor que tú sentado en su cama, probablemente después de discutir con su pareja, sacando los pies de los patines oscuros que llevaba y calzándose unas Converse de imitación. El mismo calzado que, en tu cabeza, vistió el día en que una aguja atravesó muchas veces y muy rápido su piel hasta pintar aquella forma. Y ahí lo ves, tumbado en una camilla, su brazo sujeto por las manos que visten guantes blancos de látex, a través de una cristalera que muestra pendientes y motivos del Pacífico sur, iluminada por neones, con la puerta a la izquierda.

Pa. Ese segundo termina y ya os habéis cruzado y no pierdes más tiempo en imaginar cómo habría sido la vida de ese desconocido por quien, realmente, no tienes tampoco cariño alguno, pero le has dedicado ese esfuerzo instantáneo, él no sabe nada de ti tampoco, no sabe ni qué has imaginado si es que has pensado algo y mucho menos sospecha que alguien terminará escribiendo sobre ello. Y tu cabecita tampoco le da importancia. Y sigues caminando aunque sólo te hayas desplazado un par de metros en todo este proceso. Vuelves a los Dalek, al No te quieres enterar, a los Beach Boys, a que la silla de esa tienda de muebles modernos es una imitación tosca de aquella cuadradota de Le Corbusier y a que la dependienta que está recogiendo una lámpara no ha tenido su mejor día al hacerse esa trenza de serpiente en la melena. Feliz cumpleaños.

Visto en: Suiza, mediados de siglo.