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Lagarto

La vestimenta de los momentos cruciales que he vivido

Volvamos a tomar esto como un recóndito y placentero refugio personal, como una cala en la costa gerundense a la que sólo puedes acceder nadando (si eres fuerte) o en kayak (si eres yo). Ah, algo muy apropiado para combatir la sequedad del ambiente y el incesante calor. Lo llevo muy mal, imagino que lo habré comentado un buen puñado de veces. No deja de ser cierto.

11/365: Pinstripes de bubbly toes en Flickr

Por diversas cuestiones de la vida, todas ellas atribuibles a mi perturbación mental, crónica, he desarrollado una extraña obsesión, un matiz enfermizo más propio de dementes encerrados en oscuros castillos reformados como sanatorios mentales de habitaciones acolchadas que de una persona con un mínimo de personalidad. ¿Qué le voy a hacer? Mi psicólogo dice que si lo digo muy fuerte y aprieto los puños, es probable que se cumpla. Mi psiquiatra dice que no, y que me tome esa píldora antes de… Mierda. Luego, si eso. El tema, basta ya de rodeos absurdos (que me chiflan) es que tengo una misteriosa (y ciertamente inútil) habilidad que me permite recordar qué ropa llevaba puesta en los que considero los momentos más importantes de mi vida. Digamos, desde los 15 hasta hoy, hasta los 23 y algo.

Tengo poquísimo olfato (hay quien me dice que ya puedo empezar a fumar, porque no puedo perder más ese sentido), un oído aceptable y una vista realmente buena que, lamentablemente, me esfuerzo en machacar diariamente. Así que supongo que, a golpe de verme desde fuera en esas situaciones, digamos cumbre, de mi vida, me he terminado quedando con qué camisa o camiseta o qué pantalones llevaba. Y hasta el calzado en algún caso concreto. Hablo de cuando aprobé el práctico de coche, la primera vez que firmé un contrato «de mayor», el día en que quedé con aquella chica de quien andaba detrás durante tanto tiempo y que terminó dándome un beso o de la primera vez que fo… Ups, casi lo digo. ¿Sí, queréis que lo diga? Putos morbosos. Cómo os envidio en estos momentos, ahí todos, desde la barrera, sin exponerse a nada. Está bien, y la primera vez que formé una banda de rock en un garage.

Decía antes que esto me parece algo inútil debido a que, bueno, sí, nunca está de más saber que llevaba una camiseta granate con el dibujo de un robot el día que me ficharon por primera vez en una empresa. O que, curiosamente, la entrevista que me hizo entrar en la oficina (magnífica, ya os contaré) donde trabajo ahora, la realicé con esa misma camiseta porque recordaba perfectamente la vestimenta que llevaba aquella última semana de abril de 2010. Lo realmente útil es acordarse, además, de la ropa de los demás. Del vestido de la recepcionista que se recogía el pelo con un lápiz, el patrón de la corbata del primero que se presenta, los dibujos de los calcetines de ese otro que te estrechó la mano, los tonos de los cuadros de la camisa del tatuador con miedo a las agujas que aparcaba siempre su Softail cerca del Clínico de Valladolid o cada uno de los escasos complementos que adornaban aquél jersey de lana gris dispuesto a atronar bafles, o eso ponía en el mensaje escrito en negro. Cubierto con un ligero abrigo verde, aunque luego se taparía con mi cazadora de cuero marrón. Apoyada en un VW Golf. Esos son los putos detalles que realmente molan. No abrir el armario y ver la americana con la que saliste de fiesta (informal) la noche que te cruzaste con Ignatius y que ni siquiera podía saludar por ir borracho. No. Lo divertido (y a ratos jodido) es cruzarte con una persona a la salida del banco, en una tienda, sentada en una terraza, en el transporte público o que aparece de fondo en un plano del telediario y que parece llevar esa chaqueta negra que tuviste que cargar durante un par de eternos kilómetros, escaparate tras escaparate, o esos zapatos de ante verde que recuerdas haber descalzado con cariño.

Visto en: ElGeko800/Inditex.

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La tienda de ultracongelados que estaba al otro lado del Leizarán

Era yo un crío y ni idea de si aún existe, pero me fascinaba. Más que un Toys «Ð¯» Us, con la erre volteada y todo. Calidad, oiga. Imaginad un establecimiento con una puerta transparente enorme, de esas que se abren cuando te aproximas, eso que sólo tenían algunos Eroskis. Fantasía de tecnología. Imaginad la de luz que entraba más la que producían aquellos enormes fluorescentes de luz blanquísima, de impolutos fotones vestidos de gala, con chaqué, sombrero de copa, bastón y monóculo. Una proyección de luz sólo comparable a lo que Hollywood nos intenta hacer creer que es la pulcritud del cielo, la tranquilidad que supone la paz eterna por encima de las posesiones físicas. El blanco. Luz y claridad en una tienda que, como no podía ser de otra manera, siempre estaba fría. Un frío que te inmovilizaba al principio, al entrar, y que enseguida convertías en calidez cuando veías la ingente cantidad de productos ofertados. Siempre. Con lluvia, sol, nieve, truenos o niebla. Siempre tenías todo. Eso era lo que captaba mi atención en cada ocasión que entraba allí. Nunca faltaba nada. Desde verduras congeladas, croissants o churros congelados, empanadillas congeladas, pescados congelados, pan congelado… Tenía todo lo que una persona pudiera necesitar de llevarse a la boca, sea cual sea la estación. No entendía para qué ir a otras tiendas si ahí mismo se podía comprar lo necesario y luego, en casa, descongelarlo. La panacea alimentaria, ni pastillas de astronauta ni zumos en polvo. Todo allí, sempiterno local a los pies del primer edificio que te encontrabas cuando cruzabas el río saliendo de las vías.

No me preguntéis porqué absurdo motivo me ha venido precisamente hoy a la cabeza esta entrañable tiendecita que, viéndolo con perspectiva, vendía productos para cocineros (como yo) que prefieren tirar de congelador lleno antes de ir diariamente al mercado a por cositas frescas que cocinar. Será cosa de mimo. No lo sé. Han llamado al timbre de la memoria y he abierto sin mirar quién era. En cierto modo me ha parecido, de repente, que esa tienda es una farsa a la altura de la ONU, pero sin presidentes sacados de gigantografía de Benetton. Todo apariencia. ¿Quién va a preferir un croissant descongelado antes que uno recién hecho de verdad? Supongo que sólo un niño pecoso y delgado (por aquél entonces) escogería la propuesta de ciencia ficción embolsada. Carece de encanto, como un gato atropellado en mitad de carretera, sí, es un gato, pero hey… No requiere ningún esfuerzo, si la tienda era tan resultona era precisamente porque la mercancía apenas requería mantenimiento, vigilar el termostato. Nada de poner las manzanas verdes y brillantes, las más vistosas, en el huequito que ilumina el sol todas las mañanas haciéndolas brillar con naturalidad. Todo eran fuegos de artificio, baratos, vendidos al vatio. Menos misterio que comenzar una absurda guerra verbal sobre los delanteros de la selección española, tan candente.

Visto en: Guipúzcoa.