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Lagarto

Qué hacer con unos días libres

Permitid la osadía, pero quiero pedir vuestra opinión y consejo, si no es mucha molestia. Una de las ventajas y cosas guachis pirulis de la empresa que se creyó suficientemente bueno como para darme una oportunidad es que hasta los becarios tienen vacaciones. De las que se acumulan. Y no me preguntéis cómo, pero me he juntado con diez días libres que debo agotar de aquí a que acabe el año (sin tener en cuenta la etapa navideña) y siempre contando, como muy pronto, desde el día 15 del mes que viene.

La verdad es que sí sé exactamente cómo me he juntado con tantos, simplemente en verano, cuando todo el mundo los gastaba con escapadas o visitas a los familiares más cercanos a la costa, yo no tenía plan. Por diferentes motivos, pero dos muy concretos, el primero es familiar así que no me planteo detallar nada, el segundo es una carambola trágica que sufre la gente de mi edad y en mi situación, sus amigos no pueden apuntarse a nada porque no se lo pueden costear. No reprocho nada a nadie. Si acaso a Amazon, que me calmaba las penas con paquetes de un costo ligeramente menor al precio que calculaba gastaría en unas vacaciones, sólo que sin ninguna satisfacción. Pasó el verano, nos plantamos en medio del otoño y con las hojas caídas me encuentro en la misma situación.

Como he mencionado ahí arriba, me gustaría irme unos días, fuera de España, como si es a Hendaya (aunque he estado mirando para ir a Highlands, que seguro está muy bonito en esta época del año), por unos días. Pero me da mucha pereza irme solo a cualquier sitio. Confieso que también miedo. Porque cuando vas en grupo los problemas se solucionan antes, entre todos nos entendemos más o menos con la gente y las señales de los sitios, siempre hay uno que se olvida de cualquier pijada o requisito imprescindible que termina siendo solucionado por otro o siempre alguno se percata de que teníamos que coger un tren a menos veinte, son ya y cuarto pasadas y seguimos aquí parados.

Sin embargo lo realmente embarazoso que encuentro a viajar por cuenta y riesgo de uno mismo es que no se generan los mismos recuerdos. No hay memoria colectiva, se pasa de un cálido «Hey, ¿te acuerdas aquella madrugada en el coche de mi madre que nos perdimos en el pueblo de la curva aquél, en medio de un valle, La Hija de Dios?». Prometo que me ha pasado eso. Todo esto es lo que gusta de los viajes, los recuerdos colectivos que se generan, cualquier otra historia me suena a senderistas de Manhattan.

Pese a todo debo pensar y decidir seriamente qué cojones hacer con esos días. Si intentar pillarlos del tirón y gastarme el equivalente en sueldo a ellos en Amazon (propuesta que gana bastantes puntos) o replantearme todo de nuevo. Como esto último me causa muchísimo cansancio quiero animaros a que me digáis qué haríais vosotros y, si veo algo factible y llamativo, probarlo.

No me queda más que daros las gracias por vuestras excitantes proposiciones, ¿verdad? ¿Verdad?

Visto en: Calendario.

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Lagarto Pensando en alto

Acabar la carrera o el ronquido de la titulitis

Creo (creo) que estoy en un momento realmente crucial de mi vida. Me he dado cuenta casi de repente. A ver, 22 años, no sé si han subido las ciegas pero tengo la sensación de que es el momento de empezar a apostar a lo grande, contando aún con el inestimable colchón de papá y mamá en caso de que me peque la hostia (metafórica, la que me pegué el viernes delante de un todoterreno fue literal). Y digo que es un momento crucial porque comienzo a ver vías peligrosas que, de seguirlas, me ataran a un estilo de vida que, dentro de su bondad y garantías que ofrece, no me apetece adoptar.

Teenage college student

Sabéis de sobra que tiendo a ver la vida y mi entorno de manera diferente según me dé la vena. Salta un resorte y se activa el interruptor, ahora sí, ahora no. Sin embargo también sabéis, muy bien, además, que hay una serie de metas que quiero conseguir. Amaestrar zarigüeyas para que asalten joyerías y algún que otro Carrefour Express, por ejemplo. Pues, como decía, va siendo hora de coger carrerilla de verdad para realizar alguno de esos saltos.

El tema que me ha rebotado es que, este mediodía, comiendo junto con una compañera de trabajo en El Corte Inglés de Constitución (que, de los dos que hay en Valladolid, es el que menos cosas tiene pero el más coqueto y el edificio que mejores vistas ofrece de la triste ciudad), hemos oído una conversación típica y tópica entre padre e hijo donde el hijo no hablaba, se limitaba a ser el receptor de los mensajes que, por supuesto eran del tipo, «No, mira, tú lo que tienes que hacer es estudiar mucho, sacar muy buenas notas y luego empezar y terminar una carrera, eso es lo que tienes que hacer». Y nos lo han dicho a todos. Y todos hemos dicho que sí, por inercia. Y me parece un error. La compañera, que ha vivido bastante fuera de España, se unió a mi cabreo y risa a sabiendas de que ambos estábamos a un tris de coger a ese niño y decirle que, realmente, no es así. Me explico.

No sé a santo de qué en este bonito, precioso y a la vez podrido país se entiende que después de que te den el título de tu universidad va a ser todo un pasillo, una recta, llegas a meta y una empresa solvente te está esperando con un contrato en una mano y una pluma en la otra. Bueno, lo sé, hasta hace relativamente poco esto era así. ¿Por qué? Porque la universidad era algo exclusivo, y lo digo sin prejuicios (ni paños calientes) de donde se entendía que alguien que hubiera acabado una carrera era alguien realmente preparado e interesado en ejercer como un profesional acorde a esa carrera. Luego lees que en España hay miles de jóvenes «sobradamente preparados» cobrando miserias cuando lo que realmente deberían escribir es que hay miles de jóvenes que llegaron al final de ese túnel, acabaron la carrera pensando que con ello ya serían «alguien», en lugar de ser avisados de que sería entonces cuando deberían empezar a moverse y a buscar un fin. Realmente eso es una carrera universitaria, un medio, no un fin.

Voy a ser directo, el sistema está muy mal planteado, al menos lo relacionado con tecnologías de la información, que es lo que más conozco. No me quiero explayar intentando validar mis opciones para enmendarlo, pero quiero que intentéis verlo de la misma manera. Una persona que dice querer hacer una carrera para poder trabajar debe plantarse y frenar en seco antes de matricularse en nada. Nada. Porque ciertamente hay crisis, pero Infojobs sigue enviando correos. Por supuesto que se realizan menos contratos, pero eso está ayudando a que ahora se contrata mejor, se buscan más agujas en los pajares, ahora afloran los que son de la parte de arriba del montón. No los buenos, que de esos aquí creo que no hay ninguno debido a cómo está enfocado el sistema educativo. Me parece triste e insultante que seas ingeniero (o no consigas serlo) porque te hayan hecho una foto con corbata rodeado del busto de tus compañeros. Comprendo, entiendo y comparto que en otros ámbitos cuyos pilares no se están removiendo (de remover, no de quitar, que con los barbarismos la gente se lía) constantemente el sistema realmente funciona, dentro de un orden. Quiero decir, un abogado, para ser abogado, ha de memorizar un montón de chorradas que consultará casi a diario cuando le den el papelito, y un médico, que es una persona que juega con la vida de otra tanto como alguien que salga de un FP de sanidad, debe someterse a exámenes y pruebas durante toda la carrera y ejercer únicamente cuando un tribunal lo considere adecuado. Pero en el mundo de bytes y pajaritas esto no debería ser así, ejemplos cercanos en el tiempo hay muchos, Bill Gates, Steve Jobs o «el tío de Facebook» que tan de moda se ha puesto con la buena película que han estrenado. No terminaron la carrera, el idolatrado Jobs pasó con cierto interés por un curso de caligrafía nada más.

No me refiero en absoluto a que sea lo normal. Me refiero a que… bueno, hay gente que lee esto desde que aún estaba en bachiller. Estudio y trabajo desde primero de carrera. Desde un primer momento me llamaron loco por saltarme el orden establecido, el convenio, acabar la carrera y luego ya «mirar a ver si hay algo». Gente que no se mueve, que están con 30 años paseándose por discotecas y bibliotecas. No quiero ofender a nadie ni generalizar, son de la vieja escuela, nada más. Tengo asignaturas de tercero y trabajo nuevo horas al día excepto los viernes, que son un puñadito menos. No me arrepiento, es más, desde primero de carrera supe que me sería de gran ayuda empezar a meter el hocico en el mundo de verdad y afrontando problemas de verdad, no supuestos. Y no quiero ser malo, pero el otro día vino un chico, Ingeniero Superior, que no daba pie con bola, que se había creído el cuento que le contaron en el cole y que de repente se encontraba en la jungla. El jefe de proyecto dedicó más tiempo que con nadie a explicarle cuatro mierdas que él negaba porque según había estudiado él aquello no era así, hasta que lo experimentó. Y sinceramente, yo, que me veo el más enano de todos ellos, me sentí gigante.

Sin embargo, maldita titulitis, me veo en la tesitura de apretar todas las tuercas para acabar la carrera y quitarme el peso de encima. Soltar suficiente lastre como para… hop, llegar a la siguiente casilla. Este sentimiento me hunde porque, confieso que a la carrera le he dado una importancia relativa desde el primer momento y no sé si en algún lugar del pasado ha llegado a ser mi mayor prioridad. No así algunas de sus asignaturas que me gustaban, me gustan, me apasionaban y me apasionan. Pero, así como había gente a mi alrededor a quien se le notaba, yo no estaba allí por un papel. No le veo sentido.

Cuando lo haga respiraré, no tanto por el puto título ni por el hecho de haber acabado la carrera (que, no os voy a mentir, lo celebraré porque será un alivio y un logro) sino porque será el comienzo oficial de mi vida según debía haber sido -extraoficialmente comenzó hace tiempo-. Y eso ayudará, espero, a alcanzar nuevas metas a las que ya me quiero acercar sin siquiera tenerlo.

Visto en: Planes.

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Lagarto Música

Arañas de Marte

A veces atraviesas por unas semanas en las que intentar escapar de la rutina es tu nueva rutina. Y, sin esperarlo, te encuentras sonriendo después de una tontería inesperada y quieres quedarte dondequiera que estuvieras. Otras veces no, pero hoy no cuentan. De cualquier manera, esta tarde (noche, casi) estaba paseando a la perrita, envuelto en mi mundo de fantasía, absorto y aislado. Feliz. Caminaba a mi putísima bola, viendo como dos treintañeros intentaban controlar unos de esos cuadricópteros de corchopán (yo tengo un helicóptero a radio control normalito, traído del mismo centro de China, y es un jaleo, pero este parece sencillo) mientras mis orejas tragaban, aleatoriamente, canciones de Bowie. No me confieso su mayor fan porque no creo que nadie, ni él mismo, lo pueda ser. Me sucede como con Mike Oldfield, la etapa en la que hizo millonario a Richard Branson en Oxford Street me gusta, el resto poquito. David Bowie tiene tantos sabores que ni él mismo se atreve a pegarse un muerdo. Y sí, he puesto «el», a mí me parece un personaje de lo más simpático. Joder, tiene temazos, su época de comienzos de los setenta es bestial. El resto… bueno, para otro público.

El caso es que en ese paseo, adrenalinado por Life in Mars? una carambola del destino ha querido que continuase el festival con ZIggy Stardust. Y no me he podido resistir. Iba por la acera, solo, casi a saltos e inevitablemente me puse a cantar, berrear siendo fieles a la realidad. Desquiciado. Poseído. Mark Renton.

Tan drogado estaba que tardé en darme cuenta de que, al fondo de la música, como si viniera de un pasillo, alguien más hacía los coros del tema. Justamente, un noble y cuerdo (quiero pensar) caballero, asomado a una ventana cercana de un tercer piso, pitillo en mano, había cantado conmigo durante un rato. Yo paré, ensimismado con tan notable público y espontáneo, descalcé mis pabellones auditivos y escuché cómo aquélla ilustre persona soltó el verso final, un apoteósico y desentonado a más no poder «Ziggy played guitaaaar!».

Nos miramos durante casi un par de segundos. Nos descojonamos mutuamente. Nos dimos las buenas noches y, como señores, supimos que desde ese momento habíamos firmado un pacto tácito en el que nunca comentaríamos esa bochornosa situación. Pacto, por cierto, que acabo de romper.

Visto en: Por aquí, al fondo.

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Lagarto Pensando en alto

La iluminación de las películas y series

La Virgen del Pilar dice que es bastante fácil que os hayáis fijado en alguna ocasión en cómo se iluminan los interiores de las viviendas en la ficción. En una casa normal, tanto de España como de prácticamente cualquier parte del mundo occidental e industrializado, entras, buscas un interruptor y unas bombillitas dentro de una lámpara del recibidor que está colocada del techo se encienden. Iluminación cenital. En cambio el técnico de iluminación de las series, o el director de fotografía, o el chispas de turno, quien sea, tiene la gran idea (necesidad, realmente) de colocar los puntos de luz en más de un sitio y a otra altura. Y es mágico, porque en esas casas falsas entras, buscas el mismo interruptor, presionas y, al hacer contacto, la electricidad se va a una lamparita de mesa que está en una baldita con una tulipa de motivos florales, a un pequeño flexo encima de un cuadro o una fotografía previamente encendido cuya intensidad aumenta y que, de rebote, ilumina toda la pared de enfrente gracias a un juego de cristales y espejos que disparan fotones al resto del pasillo. Y las sombras no se proyectan hacia abajo, los rostros se ven bien y, en definitiva, se permite grabar ayudándose de reflectores y focos de apoyo. Pero siempre me he preguntado porqué esto es así nada más en la televisión o el cine. Lo sé, es una pregunta que las personas normales no se hacen. Que cada uno entienda esto como quiera, pero lo cuestiono desde crío.

Iluminar una buhardilla es fácil. Primero porque la luz, en lugar de entrar por las ventanas de una pared (que también, dependiendo de la situación) entra principalmente del techo. El típico Velux, vamos. Un par de ventanitas de madera con persianas en mi caso más las de una pared. Pero hablamos de iluminación natural y el primer párrafo describía cómo el protagonista llegaba a casa después de ver Lulu on the Brigde, de Paul Austerhouse (siempre en nuestra memoria), junto con su amada de melena rubio ceniza envuelta en la gabardina de él comprada en una antigua tienda de Albany tras una lluviosa velada. Mi habitación se parece a eso. No, no, a lo de la velada y polvo asegurado con la chavala de ensueño no, a lo de las luces de ese ático neoyorquino.

Hace un buen puñado de semanas la lámpara de mi buhardilla, dos fluorescentes en forma de hélice, más o menos, empezaron a fallar, y no los he cambiado aún. En consecuencia, tiro del resto de luces de la habitación, la lamparita «de lectura» de la mesita de noche, pongo las comillas porque hace mucho tiempo que no leo al acostarme, la lamparita «de estudiar» de la mesa grande, pongo las comillas porque… Bueno, a veces aún toca. De forma que la luz de noche es igual que en esas películas, por supuesto, a mano. Entro a oscuras y voy encendiendo todo paso a paso, es la incómoda y rudimentaria diferencia. Cuando terminas (de darte de hostias en las piernas) el resultado es muy cómodo, no tienes un único punto de luz que se reparte de forma desigual por la amplitud de la habitación, sino varios menos intensos que iluminan de forma selectiva lo que realmente quieres ver, idóneo.

Me gusta, aunque me pasaré por Leroy Merlin a ponerle una solución al asunto.

Visto en: ¡Luces!

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Pensando en alto

Los vehículos de los deportistas

Crac, crac (sonido de nudillos desperezándose). A ver si consigo subir el ritmo de publicación, la hostia. En fin, ¡buenas noches! ¿Cómo va eso? Me alegro, te veo bien, tío, hey, nena, me alegro de que hayas venido al final. Hoy, un tema del que todos hablamos, ¿verdad? Claro que sí, ¿os habéis fijado en los cochazos que se gastan los futbolistas y esta gente, eh? Guau, menudos bólidos. La envidia de todo Galapagar. Ahora, un consejo, en serio, nunca compréis esos coches.

No pongáis esa cara. Ya sé que la carambola cósmica que se tiene que dar para que podáis si quiera montar en uno de ellos es considerable, pero si se da… No os acerquéis a ellos, ni de coña. Los deportistas no saben de coches, salvo contadísimas excepciones, lo firmo ante notario. Simplemente tienen esos coches porque son «esos coches». Como el crío al que se le llena la boca diciendo que tiene un Mac, no sabe realmente en qué se diferencia de otro ordenador, puro brandname, como el fiestero con pasta que se tira a Paris Hilton (la pobre necesita descansar) aunque no le guste, sólo para aparecer en una foto porque es Paris Hilton. No es serio, tampoco es serio que alguien se compre un Ferrari porque es un Ferrari, mucho menos un Hummer, el no va más del esperpento, la apariencia y la horterada. Me acuerdo cuando Reyes, ese gitanillo payo sin clase ninguna que juega al fútbol y habla demasiado, fichó por un equipo de la Premier League (es como la Liga nacional pero en bien e interesante) y una de las primeras cosas que hizo fue comprar, a toca teja, un par de caballitos rampantes. Dos, pura ostentación. Dos modelos de catálogo del momento, de ir a concesionario y pedir «Aquél y este, para regalo, quillo». Quiero decir, estás a comienzos del siglo XXI, en Inglaterra, te toca la puta lotería y pides un par de Ferraris. Aquí hay alguien que no entiende ni de gustos ni de coches. No voy a mirar fechas pero por aquél entonces estoy seguro de que ya rugía el V12 del magnífico, y para mí sólo superado por el modelo posterior, Aston Martin DB7. ¡Un DB7! ¡Yo me monté en uno! Vale, reconozco que no soy imparcial, adoro los Aston Martin, los clásicos y los de ahora -sobra decir que los de los 80… no-.

¡Pero no! De todas las opciones posibles el tío escogió dos Ferrari. Sí, lo verán, se girarán y dirán «Oh, Dios mío, mira, tío, es un Ferrari». Y lo es. «Un Ferrari». Pero es que en todo hay clases, igualmente que el DB7 (en su época el DB5 y ahora el DB9/S/R) estos coches con «el coche». Son los vehículos que representan la punta de la lanza de cada fabricante de coches. En no sé qué episodio de Top Gear, Richard Hammond comentó que la gente que quisiera conducir un Porsche iría ir al concesionario y el vendedor sólo debería preguntar en qué color. ¿Por qué? Porque quién quiere un Cayenne existiendo el 911. ¿Quién? Un deportista. Esta gente pasa olímpicamente de los hitos, y además ahora pasan en grandes Audis familiares, y van solitos. Creen que cualquier coche caro es igual a otro coche caro. ¡Se los regalan! Yo creo que cuando haces un gasto tan espantosa, absurda, grosera y orgullosamente grande, debes buscar con cautela entre toda la historia de la marca, todos los modelos, todas las gamas. Porque una persona que quiere un Ferrari sólo porque es un Ferrari está insultando a los putos genios de la ingeniería que parieron, «el Ferrari». Aquella maravilla bautizada como Ferrari 250 GTO. Esa joya que todos poseemos en nuestros sueños y en nuestros garages… en maqueta de Burago.

Ferrari 250 GTO

No hay tanto que buscar. Es el tío del Mach 5 que tanto nos gusta a los que conocemos el anime japonés por encima (el Ford GT original la madre y el hermano del GTO, 250 Testa Rossa, el padre). Pero claro, comprendo, no es normal convertirte de la noche a la mañana en un nuevo rico y al día siguiente comprarte un par de coches caros que palmar millones de euros, libras o dólares por una valiosa parte de la historia del motor, y no una mera pegatina ruidosa. Hay alternativas británicas actuales e italianos de hace medio siglo que nos hacen babear. Esta gente es imbécil.

Yo he de ser sincero, y antes prefiero un buen coche de 25.000 euros asiático (que con esto te da para comprar la Luna) que poder cambiar cuando me plazca, antes de insultar a cualquier leyenda de la automoción de esta burda manera. Porque si tuviera realmente dinero para adquirir un coche caro iría, como he dicho, a por un Aston Martin (Jaguar XK en su defecto), una Triumph Bonneville T100 y repararía un Mini Cooper clásico, para diario. Tres piezas clave en el desarrollo histórico de esta industria, un respeto a los que se dejan los cuernos en encajar tantas piezas y, sobretodo, a los diseñadores que trazaron cada una de sus curvas en un papel. En el caso de los deportistas añadiría un diccionario. Lo llaman estilo, jodidos nuevos ricos.

Continúo mi paseo.

Anda, una viga. Coño, una cuerda. Juraría haber visto qué hacer con esto en una peli de Clint Eastwood.

Visto en: V12. Ay.