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Fracaso, ruina y paranoia

Entiendo que ya a duras penas queda quien lea blogs. A duras penas queda quien los escriba.

Gracias por adelantado a los, si soy optimista, dos o tres cabezones que siguen por ahí.

Los últimos meses, o este último año tal vez, lo he dedicado a pensar mucho sobre cómo he llegado a donde estoy y cómo en cualquier momento todo puede irse al garete.

Por ese «donde estoy» me refiero a la situación personal actual que imagino que todos conocéis y que es, afortunadamente, bastante mejor de la que imaginaba hace 6 ó 7 años. Por no hablar de cuando escribía aquí con regularidad.

De las historias de pelea, esfuerzo, éxito y repentino fracaso las de desgracias económicas relacionadas con inversiones y finanzas son mis favoritas. Las que, sin duda, más me entretienen. Suelen ser las que menos tienen que ver con excesos por drogas, lujos, descapotables o delirantes miembros de unas u otras familias. Todo lo relacionado con el mundo del deporte termina siendo previsible porque, en la mayoría de ocasiones, te encuentras con cazurros habilidosos y, naturalmente, mal asesorados. Lo mismo pasa con los ganadores de lotería que en tiempo récord tienen más deudas de lo que en su día ganaron.

El tema de Wall Street es diferente. Se presentan personajes de todo tipo, aunque naturalmente los más llamativos son los que empiezan ya en la más absoluta pobreza, que gracias a saber leer el mercado, a saber ver oportunidades o a saber identificar necesidades concretas terminan con imperios de mayor o menor calado. Algunos, como el famoso Vanderbilt, llegando a copar el codiciado puesto del más rico del mundo en su momento. Sí es cierto que su caso concreto no tiene moraleja ninguna ni nada de lo que aprender en cuanto a fracasar, el perico murió igualmente millonario, lo que llama la atención siempre es que en apenas dos generaciones su familia se lo había gastado todo por emperrarse en construir mansiones tan grandes que nunca terminaban y donde, obviamente, no llegaban a vivir.

Yo, sobra decirlo, no soy un tipo que empiece en la más absoluta pobreza (soy un niño bien, sin cucharas de plata, pero con una familia que me quiere lo suficiente como para no dejarme malvivir en la calle si se estropea todo), no sé leer el mercado, ver oportunidades ni identificar necesidades concretas. No, al menos, como para explotarlas económicamente. Por lo que descartamos que, a mis ya 34 años, vaya a empezar a inflarme los bolsillos de billetes por ser el más espabilado. La hipoteca no se va a pagar sola.

Igualmente, volviendo a las historias de gente lista que persevera y termina pegando un pepinazo, no deja de asombrarme el precipicio tan alto al que se suben sin darse cuenta de que una vez arriba sólo saben saltar.

A otra escala, como decía, pero, ¿cómo puedo hacer para no descalabrarme? Hay muchas cosas, algunas más importantes que otras, que definen estos comportamientos. Primero, obviamente, el valor que le das al dinero (y aquí meto casa, coche, cesta de la compra etc.), porque si eres, por ejemplo, de Argentina, puedes celebrar Mundiales pero no ahorros. Es probable que ni se te pase por la cabeza quererte mantener bien o regular. Luego, claro, la relación que cada uno hayamos tenido con ese dinero. En mi caso: poca. De crío mis padres no me daban dinero. Otros familiares sí, pero ellos no, cosa que siempre me parecía tener todo el sentido del mundo porque no tenía en qué gastarlo. Cheetos Pelotazos, nada más. Tuve suerte de que, cuando sí lo necesité de verdad (para pagarme la universidad) pude trabajar allí mismo. Y de ahí hacia adelante si obviamos algún curro de verano que quise más por capricho. Nada de inversión, nada de milagros. El dinero me fue llegando según fui trabajando. Como a cualquiera.

Y esa es la primera mentira. No como a cualquiera. Porque, por chiripa, terminé en un mercado (el de «los informáticos») que tiene salidas, buenos sueldos, opciones para elegir y muchas vacantes para cubrir. Tal vez hoy en día no tantas como hace un tiempo o tal vez ahora se vea si esas vacantes había que haberlas cubierto. Pero está bastante bien.

Muchos de los tipos que terminaron tirándose de un rascacielos porque tan rápido como se habían enriquecido para ponerse allí la oficina lo habían perdido todo no pensaron en la suerte. En lo del sitio adecuado y momento adecuado. En lo de que al niño le podía haber dado por unas oposiciones para bombero de no haberle puesto el ordenador de la familia en su cuarto cuando tenía 6 años con los diskettes del Príncipe del Persia y demás juegos.

Sigamos, porque cuento con que algunos de los que leáis esto y que no utilicéis editores de texto para trabajar podéis estar en situaciones similares. Da rabia, en serio, el quitarle peso a la valía. En pensar que, tal vez, no merezco estar mejor que otros. Sin torres de marfil, sin jacuzzis y sin asientos de primera clase; pero mejor.

Y esa rabia, caramba, es buena. Esa rabia que me da ha conseguido, durante este año, que mi situación sea aún mejor. Porque me ha obligado a demostrarme que tengo que pegarme porque así sea. Que igual lo anterior ha sido suerte. Y lo anterior de lo anterior. Que tengo que sudármelo para que el sinsabor se vaya.

El motor que he encontrado, muy potente, además, es que si no me lo sudo, si me duermo en los laureles, si con eso pierdo una pieza en el tablero, llega la ruina. No, comprenderéis, una ruina comparable a la de los suicidas exmillonarios. Pero una ruina igualmente. Aquí entra en juego la paranoia. No sé, ni nadie sabe, si las decisiones que voy tomando son acertadas o no. De forma que cada jugada compromete la partida. Te tiras de los pelos.

Los que me conocéis, que creo que ya aquí sois todos, sabréis ya a estas alturas que no soy una persona efusiva. Que no soy una persona a la que le gusten las celebraciones. Que pienso más en las cosas malas que en las buenas, como si aspirara a ser un atormentado autor ruso decimonónico más. Algunos diréis, incluso, que no soy feliz. Nadie lo es todo el rato. Pero la Real Sociedad levantó un título el año pasado. No todo es drama. Y ese pesimismo es bueno. Entendedme: no digo que no disfrutar de las cosas sea la meta, no me adscribo al ascetismo. Carpe diem, naturalmente. (Más, en mi caso, memento mori, pero es de nuevo lo del vaso a medio llenar.) No, no es eso. Sólo es difícil encontrar equilibrio entre la sobriedad, gobernada por el miedo, y la frivolidad (léase jacuzzi y asiento ‘business’). Creo que el hecho de que, para mí, sea natural no ser una persona «disfrutona» me ha ayudado a llegar a donde estoy. A costa de ello, tal vez. Y esto no es un sacrificio. Y no, nada que ver con un hacha ensangrentada y atormentarse después.

La motivación es, como queramos entenderla, pedirle a la Virgen que me quede como estoy, por miedo. El vehículo para llegar a ese destino parece ser el mismo miedo. ¿No os parece magnífico? Equilibrar el esfuerzo por conseguir algo y no celebrarlo por estar paranoico pensando que en caso de hacerlo perderás todo lo demás es algo tan cansado como excitante para mí.

Tampoco penséis que la idea es terminar siendo el más rico del cementerio. Aunque haya enlazado un portal de inversores y mis manos pueda teclear p-o-r-s-c-h-e-.-c-o-m a una asombrosa velocidad no quiere decir que esté para acompañar un frac con monóculo y sombrero. De hecho, la idea es que ni siquiera tengo idea. Otra cosa que, me parece, ayuda a evitar esa ruina.

Es frustrante, obviamente, te vas acercando a una meta cualquiera, ficticia o real, establecida por ti mismo, y cuando estás alcanzándola, cuando ya estiras el cuello como los corredores de verdad con idea de ganar unos centímetros estirando la zancada, una sombra en la que reconoces tu silueta desplaza la línea algunos metros más. Incansablemente.

Hagamos que el esfuerzo merezca la pena. Volvámonos paranoicos. Y celebrémoslo.

Muchas gracias. Feliz Navidad.

Visto en: 2022.

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No os lo vais a creer

Ni yo tampoco.

Visto en: 2020.

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A caballo regalado agradécele los calcetines

No le mires el dentado. O eso dice el conocido refrán. Como con el resto de sus centenares de hermanos, tengo mis más y mis menos con él y lo que implica. Y es que en mis casi 30 años ya estoy algo aburrido de escuchar aquello de que soy una persona muy difícil a quien regalar. Algo que, por otra parte, no deja de ser cierto. Y es que además, con el tiempo me he vuelto perro de muy buen pedigrí. Cosa agradecida hasta para mí, pues afortunadamente eso ha pegado un bestial frenazo a mi lista de caprichos (que sólo ha aumentado en cuanto a sitios de ver y comer). Porque no me dan las pelas, porque en mi foro interno sé que apenas voy a hacer uso, porque al final todos hacen lo mismo más o menos igual, porque mi novia ya está hasta las narices de que meta cacharrería de todo tipo en casa o simplemente porque nunca voy a tener una colección con la que me sienta a gusto. Nótese el abanico de precios de decenas de millares a unidades.

Ahora viene la problemática de niño caprichitos: las alternativas y generalizaciones. Si os preguntan qué he enlazado en el párrafo anterior probablemente digáis que, por orden, veis: una motocicleta, un puñado de cámaras, un reloj, una cafetera y un vinilo. Que es lo normal. Muestra de una mente sana. Por supuesto sabéis que no es así para mí, ya que de lo contrario no estaría escribiendo nada de esto. El compromiso de las alternativas es tremendo y un auténtico dolor de cabeza (sobre todo para mi familia u otra gente que me quiere, por el motivo que sea). Muy sencillo. Imaginad ese autorregalo que de vez en cuando os salta en el subconsciente, a veces alguna foto, algún plano perdido en una serie, algún artículo o algún reflejo en un escaparate os recuerda que, en fin, sigue existiendo. No os hará más felices, no os hará mejores personas, no os hará más bellos ni más listos y es que tampoco ese es el motivo por el que alguna vez habéis tonteado con él metiéndolo en la cesta de la compra de alguna tienda on line y eliminándolo en el último segundo, vete a saber por qué. Sigues con tu vida y a lo mejor en otro momento, cuando te encuentres en otro estado de ánimo te das el sí quiero envuelto en satisfacción y notando la alegría abrazándote por comprar ese cepillo de dientes eléctrico, cuyas características te has aprendido ya de memoria y cuyas diferencias con todo el resto de la gama sabes enumerar y recitar pues te has convencido de que el que te va bien a ti es precisamente el MarcaABC Modelo123 apenas dos días antes de Navidad por 19,95€. Te llegará a mediados de la semana siguiente como muy tarde. Qué maravilla. Sorprendido, el regalo que te corresponde esas mismas navidades es un cepillo de dientes eléctrico; el ABC 122. El 122. 1. 2. 2. Es prácticamente igual que el 123 que tanto te había costado decidirte a comprar. Pero tú ya habías repudiado ese modelo, tú no querías el 124 con función estelar. No querías el 122 sin función magistral. El 123 representa exactamente todo lo que un cepillo de dientes eléctrico ha de ser. Es la proyección de ese concepto en tu cabeza. Es ideal.

Esto me pasó a mí el 25 de diciembre de 2015. Fácilmente estuve cuatro meses flirteando con el 123 antes de comprarlo, más del tiempo de vida útil de un dichoso cepillo convencional. Sonreí cuando abrí el paquete y dije sí al «¡Es un cepillo eléctrico, como el que querías!» que se lanzó décimas de segundo después de que el papel azul descubriese el frontal del presente.

Como niño bien educado fingí ilusión durante varios minutos y me convencí de que la humanidad llevaba cepillándose los dientes sin función magistral muchos más años de los que puedo pronunciar. Amazon, a base de enemistarse con sindicatos y empleados, ofrece un servicio de devoluciones que hace sonrojar al mejor valedor del Corte Inglés que puedas echarte a la cara, por lo que cancelar mi pedido (que estaba ya en reparto por el milagro de la logística robotizado) fue una agridulce experiencia de no más de medio minuto, que es lo que tardé en desechar la idea de no estrenar este regalo y podérselo endosar a alguien mientras disfrutaba de mi 123 en silencio.

Episodios similares a este me han sucedido unas cuantas veces y me imagino que a ti, a él, a aquellos también. Por eso mismo cuando me dan un regalo «porque toca», el aparente nerviosismo del qué será no hace más que esconder un ruego de que no sea algo «como el que quería». ¿Que qué desagradecido? Por supuesto. Pero atención, que si partimos de la base de que el regalo es un compromiso y que se lo dan a un muchacho con la vida resuelta (como más o menos todos aquí), creo que se puede tirar por el siempre agradecido camino intermedio: no complicarse un ápice. Por eso desde hace varios años (pocos, también es cierto) no puedo estar más contento de que me regalen calcetines. Y calzoncillos. Que es, además, lo que deberíais hacer vosotros al ver que esto ha estado en barbecho y sale un brote de la nada. Tal vez no fuese lo que esperabais, pero algo es.

Visto en: 🧦 🎀

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Guy Martin sigue trabajando como mecánico de camiones

Ni os sonará, probablemente. Guy Martin es un piloto de carreras de motos de prominentes patillas que se piñó en la carrera alegremente vendida como la más peligrosa del mundo: el Tourist Trophy de la Isla de Man. En Gran Bretaña ha transcendido más su fama por presentar diversos programas televisivos relacionados con el motociclismo o los viajes. Yo lo descubrí en Youtube precisamente en uno de esos.

Anoche vi un documental sobre la carrera de la Isla de Man, precisamente. En la peli hablan de varios corredores y naturalmente uno de ellos es este tipo (esto es un chiste pues al traducirlo quedaría como «this guy» porque el señor se llama Guy). De hecho el documental lo rodaron en el año en que se pegó la leche, con explosión incluida, à la Hollywood. Y lo presentan como un mecánico de camiones. Fin.

Después de cerrar el Quicktime (que al parecer ya es capaz de ver vídeos en formatos piratuquis) busqué porqué definían su profesión como tal. Y en su artículo de la Wikipedia encontré respuesta:

He has also retained his truck job in part due to the financial security it offered over racing. Describing it as «like an ingrained, default setting», he prioritises his mechanic job over other work, even cancelling complicated film shoots at short notice if needed.

Más allá de lo grato que es trabajar haciendo algo mecánico con las manos (y no, teclear no) y lo rápido que puedes entrar en tu zona de relajación mental en la que puedes dedicar tus pensamientos a otras cosas, esta jugada sobre la seguridad económica me parece brillante.

Asumamos que un trabajo como el de mecánico de vehículos de varias toneladas te resulta suficiente en tanto y en cuanto a cubrir tus necesidades básicas. Y por supuesto que aquí incluyo caprichos, que si yo me fuese a la India y viese lo felices que son allí con tampoco no me iba a cambiar la vida. (De hecho las vidas que deberían cambiar son las de los de allí.)

Un trabajo cómodo, un trabajo seguro, un trabajo ciertamente poco sufrido, que no te va a hacer volver a casa pensando aún en cómo continuar el desarrollo de lo que sea. Que es a lo que estoy acostumbrado yo y me imagino que tú, si estás leyendo esto. Y construir, encima de eso, un palacio de hobbies que te provean del entretenimiento y otros beneficios.

El pet-project que da dinero (más igual que tu trabajo diario), que casi te mata, que te abre horizontes pero que no te define.

Quiero abrir un taller.

Visto en: Océano Atlántico.

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La última meta

Al lío, ¿por qué trabajamos? Naturalmente, sí, necesitamos el dinero con el que pagar facturas a final de mes y pizza cada dos fines de semana. Pero no me sirve. Quiero más. Está bien, igual el tema económico no es el mejor punto de vista. ¿Para qué nos levantamos cada mañana? No, demasiado general. Supongo que un enfoque más claro sería así: ¿cómo te gustaría gastar el tiempo cuando te jubiles? Dejemos de lado situaciones socieconómicas adversas.

Cuando era pequeño imaginaba cómo sería mi yo adolescente; de adolescente, mi yo universitario; finalmente, mi yo independizado y llegando a la orilla de los 30 años. Y he de confesar que tal vez ese reflejo que imaginaba de mí me ha servido como modelo me he basado deliberadamente en lo que mi yo del pasado quería que fuese. Algunas cosas sí son así, algunas no tienen nada que ver con lo que tenía en la cabeza en ese momento. Desde entonces, sin embargo, no he pensado más allá. Digamos, más o menos, que ya está todo hecho. Te acomodas en esta situación de trabajo estable y a este ritmo de vida que te permite ver a tus padres cada ciertas semanas, tomarte unas cañas entre semana, asistir a conciertos. La puta vida. Qué más pedir. Eres un maldito privilegiado. Hasta planeas viajes exóticos.

¿Y qué? ¿Y después qué? ¿Es así durante el resto del camino? Por supuesto, hay muchísimas cosas entre medias. ¿Familia? Puede ser. ¿Mudanzas? Seguro. ¿Montar de una vez el dichoso grupo? Poco probable, pero ahí está la guitarra enchufada al amplificador. Y tengo un puñado de infames canciones escritas, para cuando me dé el ramalazo DIY. Pero me refiero a después.

Que, ojo, todo eso está muy bien, es perfecto. Es perfecto, sobretodo, para mí, que, como decía, cuando era un renacuajo tenía una idea bastante acotada de lo que quería ser, al menos en cuanto a vida de oficina. Teniendo un perfil profesional razonablemente definido como tengo ahora, y habiendo estado esto marcado previamente por mí mismo, puedo decir que ha sido cómodo. O, al menos, más cómodo que para todos aquellos que se plantan con 25 años en el sofá de su casa sin saber realmente a qué se quieren dedicar. Menudo vértigo.

Imagino que es difícil dar con ello, pero todos ansiamos algo que esperamos poder alcanzar al final. Y yo no empecé a pensar en ello hasta hace algo menos de un año. Fue hablando con mi jefe actual sobre su sueño de poder cultivar viñedos para tener su propio vino. Siendo él quien controle y regule todo el proceso (además de apasionado del tema, es ingeniero agrónomo), desde la selección del terreno hasta el corcho que cierra la botella y la pegatina que la envuelve. Ya tiene mirados un par de sitios por ahí. Naturalmente esta meta es, ante todo, un pozo sin fondo económico que los que no bebemos vino no somos capaces de apreciar. (Hablo en plural por no sentirme yo sólo el tonto.)

Y cuando me lo contó desperté. Pues claro que sí. Como el anciano de Up y el Santo del Ángel. Y, por supuesto, veo a gente encantadísima con su rutina y su única meta es mantenerla, nada de pirámides ni otras obras faraónicas que los recuerden. Algo totalmente válido. Pero, ya sabéis, yo quiero cosas. Quiero un taller mecánico.

No un taller donde un tío anónimo me venga con una ventanilla que «se queda ahí, ni sube ni baja y se mueve pa’un lao, ¿saes?», me gustaría ser parte de CRD. De hacer cosas que yo quiera hacer, para otros y para mí. Un espacio donde llevar mis vehículos (ignorad el plural) y en los que ponerlos a punto, retocarlos, mimarlos y, por qué no, donde hacer barbacoas e invitar a dos amiguetes para ensayar las cancioncillas que escribí.

Visto en: Hucha.